Tribuna

¿Conseguirá la Iglesia valorar a las mujeres y dejarse regenerar por ellas?

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La condición de minoría en la que las mujeres se han mantenido durante la mayor parte de la historia –y en casi todas las culturas conocidas– es algo incluso difícil de pensar: ¿cómo ha sido posible que esta parte tan grande e importante del ser humano sea a la vez tan tercamente devaluada? Al tocar un punto profundo en nuestra vida social, tal cambio solo puede ser lento, incierto y contrastado. No debe olvidarse que incluso un derecho tan decisivo pero elemental como el del voto se extendió a las mismas democracias occidentales solo durante el siglo XX.

Sería un grave error no reconocer que la transformación del papel de la mujer y la relación entre los géneros es una de las tendencias más importantes de esta época en la que vivimos. Algo de lo que nos cuesta comprender el alcance y las implicaciones. Los críticos sostienen que este proceso crea confusión, llegando a cuestionar la idea de lo masculino y lo femenino heredada de la tradición. Abrir pasajes que parecen precipitarnos en un caos donde lo que prevalece es la voluntad de poder del Yo que se cree capaz de una autodeterminación absoluta.

No es que estas preocupaciones no sean compartidas. Pero no deben impedir que reconozcamos el enorme potencial que se esconde en la “cuestión femenina”. De hecho, la sociedad masculina tiene muchos méritos, pero también muchas sombras. El psicoanálisis nos las ha enseñado: el enfoque masculino del mundo aunque capaz de una generosidad extraordinaria– tiende a expresarse en forma de dominación, de posesión, de control.

La destrucción del medio ambiente

Así hoy nos es más fácil comprender que es precisamente esta forma de relacionarse con el mundo lo que está en la base de las contradicciones y las distorsiones de nuestro modelo social: el uso de la guerra como método para resolver conflictos; la destrucción sistemática del medio ambiente; las graves desigualdades y la explotación generalizada. Una dirección que corre el riesgo de verse sometida hoy a otro giro peligroso, donde el ideal de control sobre el mundo tiene lugar cada vez más abiertamente en dispositivos y sistemas inteligentes. Con el riesgo de terminar en el callejón sin salida del dominio del algoritmo.

Hay signos de que las mismas mujeres, –en el momento en el que comienzan a liberarse de su sujeción secular,– tienden a ajustarse a este modelo dominante. Atraídas por el ideal de un neutral que esconde el último intento de lo masculino por preservar su dominio. Si este fuera el caso, las esperanzas de que aún emerja la aparición de la mitad femenina del mundo –asociadas con la posibilidad de traer al mundo esa novedad que le falta a la mirada masculina– desaparecerían rápidamente.

Me refiero a la capacidad del universo femenino para ser portadora del código de la “generación”, que es profundamente diferente de la de “fabricación”. Que ha dominado los últimos dos siglos. Más allá de los extraordinarios resultados obtenidos, la insistencia unilateral en este código corre el riesgo de destruir el mundo y con él la vida. El código de generación nace de la experiencia original de la maternidad, donde entre el yo y el otro existe una relación constitutiva que, en lugar de pasar por el control y la dominación, se basa en la atención que apunta a la liberación del otro. Un código que lleva el cuerpo de la mujer inscrito en ella.

dia internacional e la mujer trabajadora mujer con un cartel en protesta

No es que la generación no esté expuesta al riesgo de involución. Lo que surge cada vez que la cura –que queda atrapada en su delirio de omnipotencia–  termina sofocando al otro. Encontrando así una forma más refinada de afirmarse. Una involución bien identificada por los psicoanalistas que definen como “cocodrilo” a las madres que, debido a un exceso de atención, terminan matando al otro que también aman.

Sin embargo, el código de la generación es hoy el recurso más poderoso para ganar los desafíos que tenemos delante. Y así superar los problemas que la focalización en la fabricación ha causado con el tiempo. Lo que realmente necesitamos es que la voz de la mujer –que con dificultad estamos aprendiendo a escuchar– nos hace sentir cada vez más fuerte y clara, de una manera original, salvando así al mundo del dominio de la mirada masculina. Esta es la esperanza que se puede vislumbrar detrás del movimiento lento y magmático puesto en marcha hace un siglo. ¿Podrán las mujeres expresar su potencial? ¿Y podrá la Iglesia ver su significado más profundo y acompañar la lenta pero imparable afirmación?

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