Tribuna

Amor sin papeles

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Las últimas dos semanas he ido leyendo de a pocos ‘Hermanito. Miñán’, de Ibrahima Balde y Amets Arzallus Antia (Blackie Books, 2021), una historia escrita por el primero con la voz y por el segundo con la mano. Y no es una historia cualquiera. Ibrahima es un joven guineano que se vio obligado a dejar su país, su familia y sus sueños para buscar a su hermano menor. Terminó en Europa, aunque no quería venir a Europa, y fue aquí, concretamente en Irún, donde conoció a Ametz.



El libro no nació pensado como tal, sino con la pretensión de elaborar un escrito con la historia de Ibrahima que pudiera servirle al momento de pedir asilo. Sin embargo, pronto Ametz descubrió que la historia de Ibrahima –la manera en que él la contaba– tenía una fuerza y un algo especial que reclamaban quedar por escrito.

El texto inicial no sirvió para el cometido para el que nació (y por eso las últimas palabras del epílogo afirman que “este es un libro escrito sin papeles”), pero la obra que surgió de él ha tocado –y lo seguirá haciendo, seguro– muchos corazones. Es un grito que pide que la situación sea distinta; una historia de injusticia, dolor y sacrificio que bien podría ser la que cualquiera de las personas que llegan cada día a Europa buscando algo mejor.

Sin embargo, por otro lado, este es un libro que nos recuerda que el amor al que estamos llamados es también un amor “sin papeles”, que se fija únicamente en que aquel que tiene enfrente es una persona, un hermano que siente, ama, sufre, desea y sueña lo mismo que cualquier otro, lo mismo que nosotros mismos. Demasiadas veces le ponemos a nuestro amor más requisitos que los que pide cualquier estado para dar asilo a alguien, y nos olvidamos de que no es un bien que debamos guardar bajo siete llaves para no perderlo, sino una gracia que, mientras más se da, más crece y fructifica.

Amor en situación de calle

Qué razón tiene aquella frase que dice que no se puede amar lo que no se conoce. Incluso, diría yo, la experiencia nos hace ver que aquello que nos es ajeno suele sernos ya no solo poco “amable”, sino totalmente indiferente.

El lunes pasado me impactó encontrarme como titular principal en la portada de un periódico digital la noticia del desalojo de El Walili, un asentamiento de personas inmigrantes que trabajan como temporeros en Níjar. Del casi medio millar de personas que se quedaron sin su hogar (ya que ese era su hogar, aunque se tratara de infraviviendas), solo 60 se han trasladado al centro de acogida de emergencia que ha dispuesto el ayuntamiento. Diversas instituciones y asociaciones se han pronunciado en contra de la manera en que se ha llevado a cabo el proceso, sin contar con la participación de los afectados y sin ofrecer una alternativa razonable de realojo.

Si me hubiera encontrado con esta noticia hace tan solo un mes, seguro que me habría dolido y preocupado, pero probablemente de allí no habría pasado. Sin embargo, luego de pasar algunos días colaborando con las hermanas Mercedarias de la Caridad en la labor que realizan en San Isidro de Níjar, sentí la noticia como algo personal.

Asentamiento El Walili Níjar

Es más, fue precisamente en la plaza de San Isidro en donde se realizó la última manifestación en contra del desalojo a fines de enero. La verdad es que, por más que sabíamos que el lunes 30 estaba fijada la demolición, quienes estábamos allí esos días pensábamos que habría posibilidad de que no se diera. No sé si esta esperanza fuera compartida con quienes vivían allí, pero el hecho es que la orden de demolición se hizo efectiva.

No llegamos a conocer El Walili, pero sí un asentamiento más cercano a San Isidro. Por lo poco que pudimos escuchar de las hermanas y de otras personas que visitan constantemente los asentamientos de la zona, nos dimos cuenta de que el clima era bastante tenso, y la preocupación por lo que ocurriría era grande.

¿Qué ocurrirá con los 60 que están temporalmente en el centro de emergencia y con los restantes cuatrocientos y poco que no han ido? Según las noticias, estos últimos se han trasladado a los otros tantos asentamientos que pueblan la zona. Quizá muchos de ellos se acerquen a San Isidro, quién sabe. La única esperanza que queda es que, allí donde vayan, puedan encontrar algún corazón generoso que les abra las puertas de su chabola o que les dé la mano para levantar la suya propia. Felizmente, el amor, incluso en situación de calle, no conoce de límites ni papeles.

Te rogamos, óyenos (y haznos oír)

Una de las primeras cosas que me impactó apenas llegué a San Isidro y compartí un poco con las hermanas fue lo potente que puede llegar a ser la oración de petición cuando uno hace lo que las fuerzas le dan y deja en manos de Dios lo demás.

Hacía algunas semanas, en casa habíamos cantado ‘Noche’, de Hakuna Group Music, una bella oración convertida en canción que ayuda a recoger en el corazón y la mente las necesidades del mundo sintetizadas en algunas pocas peticiones. Pues bien, días después me topé en Twitter con una de las siempre sugerentes imágenes de Agustín de la Torre, en la que se veía la disociación que muchas veces ocurre entre lo que pedimos a Dios de la boca para afuera y aquello con lo que nos comprometemos a luchar en el día a día.


La ilustración muestra una iglesia en la que alguien pide por los inmigrantes y sus problemas, y, metros más allá, a dos personas sobrevivientes del naufragio de algún “programa” para Europa llegado desde África tratando de alcanzar la orilla. La coincidencia de ambas situaciones en unos pocos días me dejó pensando mucho sobre cómo vivía eso yo mismo: ¿sería que practicaba aquello de “a Dios rogando y con el mazo dando” o me quedaba en el mero pedir sin tratar de ser instrumento para la solución?

La primera eucaristía en la pequeña iglesia de San Isidro (aunque grande para la cantidad de cristianos que hay en la localidad) me hizo recordar este pensamiento. Estábamos solo el párroco, las hermanas mercedarias, los cinco de casa que nos encontrábamos esos días colaborando con ellas y dos personas más. Bastaron las dos jornadas que recién llevábamos viendo la labor de las hermanas para que las peticiones que presentaron en la oración de los fieles me parecieran totalmente reveladoras. Pedían con total sencillez al Señor por las personas sin techo, por quienes sufrían las inclemencias del frío, por los que no tenían trabajo… y yo podía imaginarme la cantidad de rostros y nombres que pasarían por sus cabezas en esos momentos. No de gente que hubieran visto en algún documental de la televisión, sino de las personas con las que compartían el día a día, aquellas que eran ya como de la familia y por quienes salían con ánimo de casa cada mañana para echarles una mano.

En los días que siguieron solo pude confirmar esta sensación. Cada tarde, las preces se me llenaban –ya a mí también– de rostros y nombres de las personas que pasaban por el banco de alimentos, por las clases de español o por el taller ocupacional. La alegría con la que celebraba aquella comunidad religiosa los pequeños logros que cada una de las personas de San Isidro iba consiguiendo transparentaba corazones que, a ejemplo del Maestro, no solo no tenían dónde reclinar la cabeza, sino que tampoco querían reclinarla en otro sitio que no fuera el Dios-con-nosotros que encontraban en cada ser humano con el que compartían el día a día.

El tiempo fue corto –tan solo dos semanas– como para conocer mucho más de la realidad que viven tantas personas hoy en día a nuestro lado, pero no faltaron ocasiones para ver que los Ibrahimas son bastante más frecuentes de lo que solemos pensar. Nos encontramos muchas historias dolorosas de personas que, sin quererlo, habían tenido que dejar lo suyo y emprender un viaje largo e incierto persiguiendo una mejor vida para ellos o para sus familias. Penosamente, varias de ellas incluían también una dosis extra de dolor e indiferencia al llegar a Europa. Dios quiera que puedan encontrar en nosotros una mano amiga y un rostro caldeado por el hogar de un corazón ardiente, un corazón al que no le importe estar sin papeles y en situación de calle.