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Retos para la reconciliación en Colombia

INTRODUCCIÓN

No es fácil hablar y trabajar por la reconciliación en un contexto como el colombiano. La polarización que vive nuestra sociedad se ve reflejada en la manera como se asume y se debate la posibilidad de la reconciliación entre nosotros. Para algunas organizaciones de víctimas y defensores de derechos humanos hablar de reconciliación es no reconocer el derecho de las víctimas a la verdad, la justicia y la reparación, condenándolas de esa forma a la impunidad. Para otros sectores de la sociedad la reconciliación es perdonar y olvidar, pasando cuanto antes la página de la violencia vivida y suprimiendo su recuerdo. Para otros la reconciliación se limita a un proceso legal y administrativo que busca zanjar las cuentas con el pasado, sin mirar necesariamente las condiciones subjetivas de los que han sufrido la violencia.

Estas distintas perspectivas plantean un reto importante a los actores de Iglesia que quieren contribuir a la reconciliación y el perdón en la sociedad colombiana; no siempre hay claridad sobre lo que se está entendiendo por reconciliación y cómo esta se vincula con la necesaria atención que debe prestarse a las víctimas de la violencia y los abusos. “Con demasiada frecuencia escuchamos llamamientos a la reconciliación realizados por gente situada al margen de la realidad de violencia y sufrimiento” (Schreiter, 1998: 26). Estos llamados, sin un claro horizonte de lo que es la reconciliación, difícilmente logran suscitar la dinámica sanadora que puede reconstruir la humanidad de los que han sufrido la violencia e incluso tienen el riesgo de revictimizarlos. De ahí el reto que tenemos como Iglesia de precisar el marco en el que podemos promover la exigente y necesaria tarea de trabajar por la reconciliación, el perdón y la paz.

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¿Por qué es necesaria la reconciliación hoy en Colombia? Hay muchas razones, pero déjenme llamarles la atención sobre tres de ellas:

En primer lugar, dadas las muchas heridas y efectos destructivos y mortales de un largo y degradado conflicto, se requiere un proceso de sanación que busque curar las heridas y ayude a recomponer el tejido social que la violencia destruyó de forma que se pueda garantizar una convivencia justa y sin recurso a la violencia.

En segundo lugar, dada la polarización que vive el país en torno al conflicto armado, la negociación del mismo y la implementación de unos acuerdos de paz, se requiere tender puentes que permitan acercar a las partes de los polos enfrentados, limando diferencias y construyendo consensos para la convivencia en común.

En tercer lugar, dado que existe el riesgo de que la violencia se recicle, como bien podemos verlo en los ejemplos de El Salvador y Guatemala, que vivieron procesos de paz en los noventas y hoy tienen niveles de violencia peores que durante la guerra, se requieren esfuerzos colectivos por desactivar odios, deseos de venganza y dinámicas sociales que pueden activar la continuidad del recurso a la violencia.

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En Jesucristo hay una invitación profunda a promover la reconciliación, el perdón y la paz, a hacerlas una realidad operante en los creyentes, en las comunidades eclesiales y en la sociedad en su conjunto. Por ello, la Iglesia debe desplagar al menos tres recursos como aporte a los procesos de reconciliación: “El primero es el mensaje de reconciliación de que es portadora y la espiritualidad que de él brota. El segundo es el poder de sus ritos. Y el tercero, su capacidad para crear comunidades de reconciliación” (Schreiter, 2000: 177). Consideremos lo que implican estos recursos al alcance de la Iglesia en su tarea reconciliadora.

Como Iglesia debemos arraigarnos en una comprensión bíblico-teológica de la reconciliación que nos haga claridad sobre cuál es el horizonte existencial profundo desde el cual la promovemos. La reconciliación es obra del mismo Dios, resultado de su acción en nosotros: “Todo proviene de Dios, que nos reconcilió consigo por Cristo y nos confió el ministerio de la reconciliación” (2 Cor. 5,18). Es decir, al hacernos seres descentrados de nosotros mismos y en función de los demás, sobre todo de los más vulnerables, nos pone en la misma lógica del actuar de Jesucristo y por ello inserta en nosotros, desde lo más profundo de nuestro ser, ese deseo y llamado de ser agentes de sanación y reconciliación allí donde estemos, pero particularmente en las situaciones más conflictivas y donde las dinámicas sociales han roto las relaciones y han producido heridos a la vera del camino, como en la parábola del buen samaritano (Lc. 10, 25-37).

Ahora bien, “Dios inicia la obra de la reconciliación en las vidas de las víctimas… que Dios comience su obra por las víctimas, y no por los agresores, está en perfecto acuerdo con la forma que Dios tiene de actuar en la historia: Dios toma partido por los pobres, por las viudas y los huérfanos, por los oprimidos y los encarcelados. Es con la víctima definitiva, es decir, con su propio Hijo, donde Dios comienza el proceso que ha de conducir a la reconciliación de todo en Cristo (Col. 1,20)” (Schreiter, 2000: 30/31).

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Cada escuela de espiritualidad en la Iglesia ofrece claves concretas desde las cuales aportar para promover eficazmente la paz, el perdón y la reconciliación. Por ejemplo, la espiritualidad ignaciana lo hace desde la dinámica particular que suscitan los Ejercicios Espirituales de san Ignacio de Loyola. Estos ponen al ejercitante en una dinámica de gratuidad profunda de la que pueden nacer genuinamente, por la acción de Dios, el perdón, la reconciliación y, en últimas, la paz: porque nos sabemos amados y perdonados (primera semana) nos sentimos radicalmente invitados a perdonar y promover la reconciliación en un medio que como el nuestro ha sido tan quebrado y herido por la violencia. La invitación a conocer, amar y seguir a Jesús (segunda semana) pasa por acompañarlo en el oprobio y dolor que supone su pasión y muerte ayer y hoy (tercera semana), para recibir la gracia de consolar a otros, particularmente a las víctimas de la violencia, con la alegría y poder sanador de su resurrección (cuarta semana).

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Una paz sostenible y duradera sólo es posible de alcanzar cuando se ha hecho el esfuerzo de promover la reconciliación y el perdón en toda la complejidad que implican. Las experiencias por doquier muestran que es necesario tener presentes los distintos niveles posibles de reconciliación, los distintos componentes (dimensiones) y modelos de la misma, y las diversas fases por las que puede pasar. Y desde la experiencia de fe en Jesucristo, reconociendo nuestro seguimiento a una Víctima, podemos hacer camino junto a las víctimas de hoy para que, sin desconocer su experiencia de cruz, les ayudemos a sanar sus heridas por la acción vivificante de la resurrección del Señor.

Lea el documento completo en: Vida Nueva Colombia No. 167

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