Editorial

Un paciente de cuidado

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A pesar de los reportes tranquilizadores sobre las elecciones del 25 de mayo, “las más pacíficas de los últimos años”, cuanto pudo observarse fue una radicalización política que, según el sociólogo Daniel Pecaut, “podría compararse con el clima de enfrentamiento que se vivió en los años 1946 y 1947 entre conservadores y liberales”. Se refería a la violencia que desembocó en el día del odio, como fue llamado el 9 de abril de 1948, de donde partió la violencia del medio siglo.

Para la Colombia de hoy, 50 años de guerra no parecen haber sido suficientes para agotar las fuentes de odio que parecieron revivir y manifestarse en la campaña electoral previa a la primera vuelta presidencial. Fue una contienda, anotó el columnista Óscar Tulio Lizcano, “que sobrepasó los límites del insulto. Los odios políticos, religiosos, demenciales, hacen parte de la sicología social, y nuestra sociedad está plagada de esos odios”.

Ni candidatos ni medios parecen haberse hecho conscientes de que la del odio es una triste herencia nacional que las pasadas guerras les dejaron a las generaciones de hoy. Recordaba Lizcano la frase de Jorge Eliecer Gaitán: “si me matan, vengadme”. Una versión de la expresión del presidente Tomás Cipriano de Mosquera: “no tuve enemigos porque a todos los fusilé”. El presidente Rafael Núñez, a su vez diría que sería mentira afirmar que él había perdonado a sus enemigos.

Ese odio de los líderes tiene las mismas raíces envenenadas del odio que hoy crea toda clase de zancadillas al proceso de paz: la venganza, que es parte de la enfermedad que mantiene al cuerpo social colombiano en estado crítico. Y transformada en sustituto de la justicia, hace imposible cualquier intento de reconciliación.

Enfermedad de espíritu

En 1995 el Ministerio de Salud comprobó, mediante un estudio sobre la salud mental de los colombianos, que el 61% de la población mostraba una alta posibilidad de sufrir enfermedades mentales. Explicaba este informe que al menos 26 millones de personas habían sido afectadas por alguna de las formas de la violencia. Había rabia en el 24.5% de los encuestados, desilusión en el 37.7%, amargura en el 8.6%, que operaban como otros tantos virus destructores de la salud mental. A comienzos de este siglo se repitió la investigación y encontraron los investigadores que cuatro de cada diez habían tenido trastornos mentales, lo que convertía a Colombia en el segundo país con el mayor número de trastornados en el mundo. El primero era Estados Unidos y el tercero era Ucrania.

Agrega uno las cifras de los desplazados, de los desaparecidos, de los secuestrados, de los amenazados y el diagnóstico claro es que estamos ante un país enfermo que, sin embargo, no se nos puede morir.

Con estas cifras los especialistas explicaron: la salud mental está relacionada con el ambiente social y con procesos tan complejos como el conflicto armado y la violencia urbana. Condiciones que dan el porqué de vergonzosos excesos como los ataques con ácido o la crueldad insana de las operaciones de guerrilleros o paramilitares, también explican explosiones de odio explican explosiones de odio como las de las barras bravas o las que atraviesan el discurso y la información preelectoral o como las que escriben los foristas cuando las páginas web se los permite.

Si la presencia de Dios se detecta dondequiera que hay amor, cuando impera el odio Dios está ausente, aunque se multipliquen los templos y los rituales

Somos un país enfermo de odio, por eso eventos que debieran ser una fiesta acaban convertidos en tragedia. La fiesta del deporte tiene que ser vigilada por la policía para que no degenere en gresca y la de la democracia se enrarece por la aparición de la intolerancia, el insulto y las acusaciones sin pruebas. Tenía razón de sobra el editorialista de El Espectador al clamar: “no más guerra sucia. No más estrategias desvergonzadas. Llegó la hora de dar muestras de altura: a punta de odio no vamos a construir ninguna nación. No es generando rencores que esta ciudadanía nuestra va a salir del círculo vicioso de violencia en que está sumido” (ver la p. 41 de la edición del 25 de mayo de 2014).

El odio es una enfermedad del espíritu que escapa a los tratamientos de sicólogos o de especialistas en comportamientos sociales y que, por su naturaleza, requiere la acción de hombres del espíritu. Como tales hay que entender a los padres de familia durante los primeros años de vida de sus hijos, a los maestros, a los escritores y periodistas, libretistas y autores de teatro, es decir, a todos los que, con instrumentos del espíritu, llegan a la conciencia de las personas. Más que una transmisión de conocimientos, ellos deben crear actitudes.

Tareas urgentes

Vista desde la fe, esta enfermedad del país significa una ausencia de Dios, a pesar de todos los signos exteriores que le dan a Colombia el título de país católico. El odio como enfermedad colectiva quita validez a los rituales y a los templos.

Si se detecta la presencia de Dios donde quiera que hay amor, cuando impera el odio, Dios está ausente a pesar de la multiplicación de ritos y de templos. Entendido así el impacto del odio, todo cuanto pueda contribuir a desplazarlo y a hacer presentes el perdón, la tolerancia, la compasión, la comprensión, el perdón y la unión entre las personas son actitudes que le dan presencia a Dios.

En el pasado la Iglesia pudo ser tachada como agente del odio por su partidismo político; hoy tiene que ser reconocida por sus numerosas actividades en favor de la paz. Ante la presencia de esta herencia de odios, la Iglesia tendrá que intensificar su tarea sanadora y reconstructora. Como lo escribió monseñor Leonardo Gómez: “hace falta un trabajo de reconciliación que sea de verdad la restauración de relaciones rotas, la recuperación de la memoria histórica, el ejercicio del perdón y la práctica de la misericordia” (ver la página 6 de la edición número 96 de Vida Nueva Colombia). Tareas urgentes para una pastoral de la Iglesia cuando se inclina para atender un enfermo de cuidado como ha llegado a ser la sociedad colombiana.