Editorial

¿Por qué hay corruptos?

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Como si se tratara de una escena de La Peste, de Albert Camus, en que las ratas muertas aparecen dondequiera, en Colombia esas ratas vivas que son los corruptos aparecen hasta debajo de las piedras. Y un hecho así no puede mirarse con indiferencia. ¿Por qué hay corruptos?

Porque se han borrado las fronteras entre el bien y el mal. El corrupto llega a creer que lo suyo es correcto y que así debe ser porque el mundo es el campo de batalla de los hábiles. Ser bueno es ser hábil. Los malos son los tontos que no medran.

De ahí surge la cultura de la astucia y de la ilegalidad. Y como si se tratara de una cadena de cascadas, lo anterior explica que el mal pueda convertirse en ley impuesta por la costumbre, o por la necesidad, o por el miedo. Los nazis llegaron a creer que era bueno atrapar y matar judíos, los paramilitares dieron por bueno todo lo que permitiera acabar con guerrilleros y sus auxiliares; la guerrilla imparte títulos de inocencia a cualquier acto destructor de sus enemigos. Ingrid cuenta, avergonzada, el día en que se halló pisoteando los derechos y el hambre de los otros, por un plato de sopa. Los contratistas que hoy confiesan para reducir su pena, cuentan que sobornaron porque sólo así podían acceder a los contratos. En todos los casos algo o alguien parece imponer la conducta incorrecta.

Hay corrupción porque hay deshumanización. El ser humano deja de contar: lo mismo el que es víctima de la corrupción,  que el propio corrupto. Al primero se le desconoce y arrebata la dignidad; el corrupto se despoja de ella porque solo le importa sobrevivir.

Las historias  de los contratistas sobornadores y ladrones, las de alcaldes y gobernadores que echan mano de útiles escolares o de alimentos para las víctimas del invierno, indican un retraso colectivo; es el regreso al imperio del más fuerte y plantean la desaparición de la confianza, ese cemento del espíritu que une a las personas. El robo del empleado público, el paseo millonario, el asalto al apartamento vecino, ocasionan pérdidas pero, más grave aún, minan la confianza y contagian el miedo.

Por dondequiera que se mire, la corrupción representa un fracaso, algo así como la destrucción de una construcción colectiva. Es el fracaso de la sociedad civilizada y, sobre todo, la derrota de la conciencia cristiana.

¿Puede llamarse cristiana una sociedad en donde el corrupto triunfa porque la habilidad y la astucia merecen un premio mayor que la honestidad y la buena fe?

¿Puede sentirse cristiana una sociedad en la que corruptos impunes arrebatan vidas y tierras en nombre del progreso, de una política económica, o de una venganza, o de su poder?

La corrupción es un reto para las autoridades y para la sociedad que creía haber construido una civilización y una democracia, pero sobre todo, desafía a la Iglesia que creía haber creado una conciencia cristiana en la sociedad colombiana. Desde ese punto de vista, cada acto de corrupción -y se multiplican día por día- interpela a todos los creyentes: ¿han contribuido de alguna manera a la multiplicación de los corruptos? ¿Depende de los creyentes la disminución de la corrupción? Las preguntas son apremiantes. Uno piensa en todas las instancias educativas y pastorales que tienen que ver con la formación de las conciencias.

La conciencia amaestrada o pervertida de los corruptos es una amenaza más grave que las ratas de Camus, que se movían multiplicando la peste.