Editorial

Perdonar: casi un milagro

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El periodista repite una pregunta muchas veces hecha: “¿usted los perdonaría?”. Se refiere a los que intentaban robarle a su esposa y que, con dos disparos, lo dejaron inválido cuando los enfrentó para defenderla.

Él, que mandaba en las canchas a través de sus jugadores, a quienes les había instalado su filosofía y sus técnicas de juego y de vida. Allí estaba, enderezado y rígido el cuerpo, erguida la cabeza y los ojos cerrados como si mirara hacia dentro antes de responder. “¿Cómo quiere que los perdone? Ellos me impiden acariciara mis hijos”. Luego agregó: “En Colombia se han presentado tantos perdones ficticios que ya se perdió el sentido”. Lo dice con el mismo tono inapelable con que él, Luis Fernando Montoya, les daba sus clases a los futbolistas del Once Caldas.

Tiene razón: el perdón no es cosa fácil; es infinitamente más difícil que el gol desde media cancha que sueñan los más utópicos. Es difícil porque se trata de perdonar lo imperdonable; no es deshacer una imprudencia o una falta de cortesía. Es volver polvo una ofensa que le destruyó todo, o casi todo, a alguien, y esto es más que un requisito o una formalidad; es muchísimo más que eso. Es despejar el futuro que se vuelve turbio e incierto cuando las raíces envenenadas del odio contaminan el presente. Se perdona, pues, lo imperdonable.

Seguía el profesor Montoya: “Yo no perdono, que los perdone Dios”. Al oírlo, lo recordé cuando instruía a los muchachos y les enseñaba la disciplina y las tácticas para vencer la resistencia de la defensa y de la portería.

Él sabía cómo se hacían los goles, pero eran sus muchachos quienes los lograban. Dios sabe de perdón y por su hijo, Jesús, enseñó a perdonar. Pero quienes perdonan son los hombres; Dios perdona a través de ellos. Tanto respeta ese papel de los humanos que parece ser un Dios impotente que les deja a sus criaturas el poder de rehacer, de recrear, de volver a comenzar. El perdón es la capacidad de milagro que Dios deja en manos de los hombres. Como el profesor Montoya dejaba en sus muchachos el poder milagroso de hacer goles. Que era eso: algo parecido a un milagro.