Editorial

Originarios y colonos

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Para que exista una relación de armonía entre las personas, entre las sociedades, entre los Estados, sin enfrentamientos, sin conflictos y sin guerras, es necesario un equilibrio humano. Y para que este equilibrio sea genuino, alguna parte algo debe ceder, ¡siempre! “Ignoran que la multitud no odia, odian las minorías, porque conquistar derechos provoca alegría, mientras perder privilegios provoca rencor”, dijo el escritor y político argentino Arturo Jauretche. Y si el lector lee el A fondo de este número, podrá encontrar mayor sentido a esta frase.

La historia parece ser siempre la misma, al menos en este lado del mundo. A las tradicionales luchas entre ricos y pobres, patrones y obreros, militantes de derecha y de izquierda, se suma un reclamo olvidado, un grito enmudecido: los pueblos originarios. Y nadie puede decir que, todos (literalmente todos), nos olvidamos de los primeros pobladores de América, de nuestros antepasados, que aún contra todo intento por silenciarlos, luchan por mantener su cultura, nuestra cultura que seguramente olvidamos. Quizá por la gran influencia europea (que caracteriza a varios lugares de nuestra Latinoamérica) que se acentuó cuando las Guerras Mundiales trajeron a estas tierras a muchos de nuestros antepasados; quizá porque la comodidad de la ciudad, la ventaja de la tecnología y el interés por el consumo y el dinero propicien un egoísmo, generalmente ignorado.

Los ataques –atribuidos al pueblo mapuche de Chile– en donde se incendiaron locales de empresas forestales, maquinaria y, cada vez con más frecuencia, camiones, siguen en aumento. “Se está viviendo una situación delicada, debido a los niveles de confrontación que existen en la región”, sostiene en este A fondo Rubén Cariqueo, secretario ejecutivo de la Fundación Instituto Indígena. Sucede que, por un lado, los dirigentes mapuche más radicalizados solicitan que las empresas forestales y los colonos abandonen sus tierras. Por otro, las corporaciones agrícolas que explotan esas tierras de los originarios exigen al Estado la aplicación de un ‘estado de excepción’ controlado por militares. “Significaría volver a 1880, cuando se originó el conflicto”, asevera Cariqueo. Pero también, dirigentes mapuche solicitan al Estado que se abra a una conversación para llegar a un acuerdo de convivencia, un pacto sobre la participación política del pueblo mapuche en el Estado y la compensación por el despojo de las tierras que sufrieron durante el período de la pacificación, pero el Estado aún no fijó fecha para sentarse a hablar, quizá porque no lo considere una prioridad. Volvería a repetir Jauretche: “porque conquistar derechos provoca alegría, mientras perder privilegios provoca rencor”.

A la tradicional lucha entre patrones y obreros se suma el grito enmudecido de los pueblos originarios.

En Chile, la indiferencia por los mapuche y sus reclamos es igual que la que padecen los tobas en el norte de Argentina o los enxet en el oeste de Paraguay, por nombrar solo alguno pueblos que viven el olvido de sus hermanos latinoamericanos y el despojo de sus Estados, que deberían protegerlos, acompañarlos, incentivarlos y promover su cultura.