Editorial

Los secretos del príncipe

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Como remiendo de última hora el gobierno nacional le agregó a su proyecto de ley sobre inteligencia y contrainteligencia, que los periodistas estarán exentos de responsabilidades legales por revelación de secretos.

Fue el detalle que generó el mayor ruido  en la polémica sobre este proyecto, pero no es su problema principal.
El problema está en el empeño oficial de proteger sus secretos, cuando en el mundo es cada vez más claro que el ideal de la democracia es que no haya secretos, salvo los indispensables para garantizar la seguridad ciudadana. “El secreto debe ser la excepción”, sentencia Norberto Bobbio al estudiar el tema.
Esta convicción es vieja entre cultores de la democracia. Se leía en el Catecismo Republicano del obispo Michelle Natale en el siglo XVIII, que el secreto debía darse a conocer a la población una vez pasado el peligro. El secreto, en efecto interfiere con un régimen que  se ha propuesto el ideal de  gobernar en urna de cristal.
Los paquetes de claves de wikileaks que está publicando la prensa mundial, han revelado los llamados “secretos de estado” de gobiernos como el de Estados Unidos, con el saludable efecto de dejar patente que el secreto no era del Estado sino de los gobernantes; la chismografía diplomática había sido clasificada como secreto de estado y los errores de los funcionarios se mantenían cubiertos por un silencio cómplice. Así los abusos de las guerras de Irak y de Afganistán estaban convenientemente sustraídos al conocimiento y a la crítica de los ciudadanos comunes que son los que ponen el dinero y los muertos de las guerras.
La defensa del  secreto llegó a ser una defensa del poder en los regímenes totalitarios, por la sensación de control que otorga, y por la garantía de impunidad que asegura; por eso los secretos se avienen con la naturaleza de tiranos y dictadores.
Tienen razón los caricaturistas cuando ven a los dictadores resguardados detrás de unas lentes oscuras, un símbolo cabal del secreto: detrás de ellas se puede ver todo, sin que los ojos escrutadores puedan ser vistos.
Así ha llegado a ser claro que la señal de identidad de la democracia no es la urna electoral, sino la ausencia de secretos,  hecha evidente en la figura de la urna de cristal. En cambio, la persecución a los que descubren los secretos del poder denuncia la debilidad de la democracia.
Ocurrió de ese modo cuando los cables de wikileaks revelaron los abusos del ejército de Estados Unidos y la levedad de sus diplomáticos; el gobierno emprendió entonces una campaña de desprestigio y de persecución contra Julián Assange, sometió a prisión al soldado Bradley Manning, proveedor de los cables secretos sobre Afganistán y buscó la manera de impedir la circulación de los cables, sin violar sus propios códigos democráticos.
La ley de inteligencia en Colombia, al ampliar y preservar el espacio de secreto del gobierno se convierte, por tanto, en una señal de atraso democrático. En efecto, a mayor  democracia, menos secretos. VNC