Editorial

Los ojos del pastor

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Son a la vez transparentes y alertas. El nuevo presidente de la Conferencia Episcopal Colombiana (CEC) es un hombre con una misión, y él sabe que esa misión es la de la paz, porque ese fue el mensaje que transmitieron los obispos de Colombia al elegirlo como su presidente, por segunda vez. Y como les sucedió a los colombianos en las recientes elecciones presidenciales, no votaron por un hombre sino por la paz. Así lo admite monseñor Luis Augusto Castro, arzobispo de Tunja, en la entrevista con Vida Nueva Colombia que hoy publicamos (ver p. 8).

El episcopado colombiano vio en él la expresión de su compromiso con la paz y, encarnadas en su figura, las singularidades de ese compromiso. Al contrario de lo que sucede con los políticos, su primera singularidad fue ese desinteresado y generoso trabajo por la paz.

La paz, en el lenguaje y en la actuación de los políticos adquiere el rostro, la voz y los colores de un interés partidista. Es una paz rotulada y con apellido, para que se la identifique con el nombre de un gobernante, de un líder o de un partido. La paz en boca de monseñor Luis Augusto Castro solo tiene el nombre de los colombianos que la reclaman como un alivio después del agobio de 50 años de guerra. No se descubre en sus palabras ni en sus acciones intención proselitista alguna, sino la obediencia a un compromiso de humanización de la sociedad. Si la guerra ha sido un factor histórico deshumanizante, la paz y la humanización deben llegar tomadas de la mano.

Si la guerra ha sido un factor deshumanizante, la paz y la humanización deben llegar tomadas de la mano

Esa singularidad de la paz que apoya el episcopado le da a su posición el equilibrio de quien se sitúa entre dos extremos: la paz rápida que pregona el presidente Santos y la paz imposible que vociferan sus opositores. Es una paz que tomará su tiempo, prevé monseñor Castro; y mientras el Gobierno se concentra en los altos mandos de la guerrilla, el presidente de los obispos encuentra las claves del proceso en la presencia y testimonios de las víctimas.

Las diferencias de mirada se acentúan cuando la perspectiva y los intereses del pastor aparecen. A pesar de todos sus riesgos y yendo en contravía de la opinión formada por los medios de comunicación, el arzobispo Castro confía en la guerrilla. Cree que su actitud de paz es irreversible, porque así se lo escuchó a Iván Márquez y le pidió permiso para citarlo. Tiene recuerdos personales de sus relaciones con los guerrilleros del Caguán en los que sustenta su confianza, como el del día en que pretendieron secuestrarlo; entonces les replicó, enérgico, que más bien deberían entregarle los diez secuestrados que tenían. A él lo dejaron libre y dos días después le entregaron los diez secuestrados. ¿Cómo no confiar en gente así?, parece concluir cuando revive el hecho como reflexión ante la ofensiva de los opositores para minar la frágil tela de confianza que se ha venido tejiendo en La Habana.

El presidente de los obispos encuentra una clave del proceso en la presencia y testimonios de las víctimas

También es singularidad del pastor el ejercicio de escuchar a las víctimas, a las que ve como portadoras de una luz indispensable para avanzar en las conversaciones. Ante el testimonio de una víctima le quedan poca entidad a las teorías y prejuicios políticos. El dolor de la víctima tiene la fuerza contundente de un hecho que revive y la respetabilidad de la persona o personas que han sufrido. De la misma manera que para la Iglesia de hoy es un mandato la prioridad concedida a los que están en la periferia porque son esos últimos que deben ser primeros, según los protocolos del Evangelio, las víctimas han de ir de primeras en el proceso de paz. Con razón monseñor Luis Augusto Castro señala que su llegada a La Habana marcó un punto alto de madurez del proceso.

Conocedores de la sociedad colombiana, los obispos liderados por monseñor Castro saben que un obstáculo para el proceso de paz proviene de esa corrupción del espíritu que es la costumbre manifiesta en la indiferencia frente al dolor de las víctimas. Ese dolor, mirado como parte de una rutina diaria a través de los medios de comunicación, hace del ciudadano de a pie un cómplice que a veces dormita mientras los demás sufren o a veces cohonesta los agravios y convive con ellos con el argumento de que “por algo sería”. Esa indiferencia es la que el arzobispo Castro sabe que se debe sacudir.

El arzobispo Castro confía en la guerrilla y cree que su actitud de paz es irreversible

El lanzamiento de la campaña “Soy capaz de…”, acompañada por el gesto de ponerse en los zapatos del otro, es un paso pedagógico hacia esa movilización y sacudimiento de la sociedad para emprender la tarea de reconstrucción del alma del país, que deberá seguir a un acuerdo de paz.

Esos acuerdos, en efecto, son solo el punto de partida para una etapa que ofrece una doble posibilidad de guerra, como ya ha ocurrido en procesos similares en el mundo, si no se multiplican los esfuerzos para la recuperación de un organismo social debilitado por medio siglo de guerra. Esa tarea sanadora y recuperadora es la que los obispos se manifestaron dispuestos a continuar, el día en que votaron por la presidencia del arzobispo Castro para la Conferencia Episcopal.

Hacer la paz, dentro de su perspectiva, no es un juego político, ni una operación financiera para poner en marcha un ambicioso programa de salud. Es todo eso, pero, sobre todo, es la recuperación de ese gran enfermo del espíritu en que nos dejó convertidos el paso de la guerra.