Editorial

Los mártires, un signo de nuestro tiempo

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Las historias de nuestros mártires ocupan en nuestra revista una sección de gran riqueza. En los últimos meses, sin embargo, esos relatos se han multiplicado.

Al reseñar el Libro Negro de los cristianos hoy comprobamos, con asombro, que los mártires de nuestro tiempo sobrepasan en número a los del primer siglo del cristianismo y que no han derramado su sangre en un solo punto del planeta sino por doquier, como el grupo religioso más perseguido del mundo.

La última noticia sobre el proceso de beatificación de monseñor Óscar Romero concentró de nuevo la atención en un testigo de la fe que sentimos cercano por las reveladoras semejanzas que le encontramos con nuestro mártir de Trujillo, el padre Tiberio Fernández.

Monseñor Romero en El Salvador y el padre Tiberio en aquella parroquia del Valle aparecen cercanos, como almas gemelas. Ante sus feligreses, en su última Semana Santa, Fernández concluyó el Sermón de las Siete Palabras con el ofrecimiento de derramar su sangre si ello contribuía a la paz de la región. Romero, también en un sermón el siete de enero de 1979 habló de las amenazas que lo acosaban y de resucitar en su pueblo si lo mataban.

A Tiberio lo mataron porque los asesinos de la gente humilde de Trujillo no soportaron su cercanía con los pobres; es la misma razón por la que el sicario pagado por el mayor D’Aubuisson disparó sobre monseñor Romero y le dio muerte.

Además de estas y otras semejanzas, los dos revelan la singularidad de los mártires de nuestro tiempo.

La historia de la Iglesia registra los nombres y el sacrificio de los primeros mártires como un hecho que dibujó un modo de ser santos entre aquellos cristianos de los comienzos. El culto espontáneo con que entonces se destacó su ejemplo grabó ese perfil en la conciencia de aquellos primeros seguidores, que los proclamaron campeones de la fe.

Si fueron muchos o pocos, no hay certeza; si murieron después de inverosímiles torturas, son detalles sobre los que la imaginación popular tejió una gruesa capa de leyendas; pero de lo que sí hay certeza es del modelo de ser santos que grabaron en la piel de la Iglesia naciente. Esa confesión erguida de su fe, esa firmeza inconmovible con que marcharon en contravía como ciudadanos de un reino que contradecía las lógicas humanas, inauguró en el mundo una nueva manera de ser, de vivir y de morir.

Como los primeros mártires proclamaban su fe en Jesucristo, los del siglo XXI están anunciando la presencia de Cristo en los pobres

Hoy los mártires latinoamericanos como Romero y Fernández, lo mismo que esa extensa cohorte de mártires de nuestros países, están dibujando el perfil propio del santo de este tiempo tan poco dado a creer en santos. Es un perfil dominado por esa singularidad manifiesta de la opción preferencial por los pobres.

Teólogos como Jon Sobrino, al profundizar en la vida de Romero, han puesto en evidencia esa opción y han señalado el talante heroico con que estos mártires asumieron esa preferencia en su vida y en su muerte.

El martirio de monseñor Romero tuvo ese desconcertante motivo: decir la verdad que el poder quería silenciar, sobre las torturas y muerte de los pobres. Fue la suya, la única voz en El Salvador que domingo a domingo mencionaba por sus nombres a las víctimas, también señalaba por sus nombres el cuerpo armado y los lugares en donde operaban los victimarios; y agregaba la mención y la urgencia de tener en cuenta a los familiares de las víctimas y la situación desesperada en que quedaban. No se limitó a las denuncias, urgía acciones en favor de esa población tocada por la barbarie oficial. Era su forma de defender a los pobres, que enardecía el furor de los militares y que sus hermanos obispos no lograban entender. Ni uno de ellos, salvo monseñor Arturo Rivera, estuvo en su funeral, y cuando el papa Juan Pablo II habló de su canonización durante su visita a El Salvador el obispo Revelo se opuso porque, denunció ante el pontífice, “él es responsable de la muerte de 70 mil salvadoreños”.

Sus denuncias hicieron a Romero solidario con los perseguidos, lo que automáticamente cargó sobre él el odio asesino que había motivado la muerte de las víctimas. Así pudieron concluir sus biógrafos: a monseñor Romero lo mataron porque dijo la verdad y porque defendió de sus opresores a los pobres de El Salvador. La misma fue la razón por la que asesinaron al padre Tiberio en Trujillo, Valle. Nadie lo dudó, los que lo secuestraron obedecían órdenes de los que no pudieron soportar las denuncias del sermón de Viernes Santo.

Los primeros cristianos dijeron la verdad de su fe en Jesucristo, enfrentaron el poderío de los emperadores y se negaron a ofrecer sacrificios a los dioses.

Hoy el odio a Dios tiene otras expresiones y los dioses que reclaman sacrificios tienen otros rostros. Ni Romero ni Fernández renunciaron a hacer presente a Dios en medio de los pobres y de los perseguidos por el poder. Su amor a los pobres y su identificación con ellos los situó en la orilla opuesta y los identificó como enemigos de los poderosos.

Ni Romero ni Fernández quemaron incienso en el altar del dios dinero. Ambos, tratados de comunistas y mirados como estorbos que debían desaparecer, compartieron la suerte de todos los desechables de la sociedad. Reflexiona Sobrino: “en el mundo de hoy estorban los que hacen mal, también los que hacen bien”. 

En efecto, el mártir de hoy es una figura estorbosa. Mientras los poderosos miran a los pobres como desechables y lanzan campañas de limpieza social, esta parte lúcida de la humanidad asiente a la palabra que afirma “siempre tendréis con vosotros a los pobres”, porque ellos son los imprescindibles; y mientras el mundo pretende vivir sin Dios, el mártir vive en Él y para Él.

Unos y otros, los mártires del primer siglo y los del siglo XXI, bajo diversas formas, son testigos de Dios, vivo a pesar de todo, en medio de los pobres.