Editorial

Los intocados

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En la India son los intocables, un grupo humano de parias, excluido de cualquiera de las castas y segregado como inferior e impuro. En Colombia tenemos que hablar de los intocados, ese grupo que se asienta en las ciudades, generalmente en viviendas de estrato 5 y 6, con apretada agenda de eventos sociales y que no ha sido tocado por la violencia. El tema de la guerra y de la paz para ellos es un asunto ajeno.

En esto pensaba al examinar las cifras del plebiscito que muestran a las ciudades como centros de la indiferencia frente a la paz. Algún lúcido columnista, al comentar la firma del acuerdo de paz en La Habana, aplaudido en el mundo como un logro memorable, echaba de menos las caravanas con bandera desplegada y pitos ululantes con que se toman las calles los fanáticos del futbol.

Una caravana así para celebrar los acuerdos habría significado la alegría compartida por el fin de la pesadilla; habría celebrado el comienzo de una historia nueva y el triunfo de la paz sobre la guerra. Pero sería irreal esperar esa manifestación de júbilo en quien no conoce la pesadilla ni la necesidad de una historia nueva ni por qué habría de ser derrotada una guerra con la paz. Ninguna de estas categorías parece hacer parte de la percepción del mundo que tienen los intocados.

¿Incide de alguna manera esa indiferencia en la construcción de la paz? ¿Es posible que la paz sea menester de solo una parte de la población?

Para una persona que ha padecido en carne propia las crueldades de la guerra resulta imposible que esa historia se reduzca a una teoría o que pueda ser mirada como algo distante o ajeno, o solo como tema de especulaciones.

Pero, cuando esa indiferencia deja de ser una excepción y se encuentra como distintivo de clase, algo muy malo tiene que estarle sucediendo a la sociedad. Mirar el sufrimiento de los más débiles como algo ajeno y tan molesto es síntoma de una enfermedad social.

Anotaba el líder guerrillero salvadoreño, Joaquín Villalobos, refiriéndose a su país, que la idea de negociar la paz surgió de vivir la guerra directamente. En efecto, para quien no ha vivido la guerra, o no se ha interesado en quienes la han padecido, no existe la idea de hacer la paz ni de erradicar la guerra como una vergüenza y, parodiando al Evangelio, quien no está con la paz está contra ella. En un país como el nuestro, estos intocados se vuelven un peligro social por su indiferencia. La misma que se tiene por los más pobres y débiles de la sociedad.

“Mirar el sufrimiento de los más débiles como algo ajeno es síntoma de una enfermedad social”

En Colombia la guerra se concentró en el campo. Señalaba el profesor Alejo Vargas, asesor en las conversaciones de La Habana, que las FARC son una organización que partió de dinámicas regionales y que su esquema de negociación incluía la participación de la sociedad como un elemento subsidiario. Así, las víctimas cayeron en la sala de negociaciones de modo inesperado porque, como sucede en el campo y en las periferias, el concepto y el dolor del campesino no se tienen en cuenta.

Si desde la ciudad se lo ignora y se lo mantiene a distancia, en los campos de la guerra se lo silencia. Tal ha sido la historia de la guerra y de la paz, marcada por la indiferencia y el distanciamiento que imponen los intocados.

La sensibilidad que le faltó a ese 60% de abstencionistas e indiferentes abundó en el jurado del premio Nobel de Paz. Ninguno de esos jurados ha conocido de modo directo la realidad de nuestra guerra ni la intensidad de nuestro sufrimiento. Sin embargo, para ellos las versiones de terceros fueron suficiente argumento para concluir que la tarea del presidente Santos secundada por el pueblo colombiano es un ejemplo para el mundo. Cuando parecíamos ser protagonistas del episodio extraño de un pueblo que rechazaba una oportunidad única de paz, el premio Nobel señala, sin embargo, que más allá, o a pesar de nuestras ligerezas políticas, emerge una vocación de paz que se ha templado en el fuego de nuestras guerras y sufrimientos.