Editorial

Las tres utilidades

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El diccionario se queda corto cuando define el adjetivo “útil”. “Lo que tiene o produce provecho, o puede servir o aprovechar en alguna línea”. Se valieron de este calificativo los ponentes y los participantes en el último conversatorio sobre la utilidad de los religiosos en el siglo XXI (Ver Pliego, VNC 120).

En efecto, cuando se los ve dando clase, atendiendo enfermos o sirviendo almuerzos a los niños pobres, obtienen la aprobación de la gente de hoy: son acciones útiles, pero fuera de esas actividades visibles y prácticas, ¿para qué sirven los religiosos? ¿Tiene alguna utilidad que sean obedientes? ¿O castos? ¿O pobres? ¿O dedicados a la oración?

Fue de gran interés oír a los religiosos cuando enfrentaban esas preguntas. A pesar de que los asistentes eran en su gran mayoría religiosos, parecía tener una singular novedad escuchar, más que unas ponencias, unos claros y reflexivos testimonios que revelaron las tres utilidades de la Vida Religiosa.

La utilidad más evidente de la Vida Religiosa la había expresado el papa Francisco: “Compartan la alegría y el entusiasmo del amor de Cristo”. Esa utilidad, desde luego, no entra en el sentido muy restringido que tiene en el mundo la palabra “utilidad”.

A pesar de esa escasez de sentidos, en las zonas de violencia es evidente la utilidad de la compañía de los religiosos. Explicaba el padre Ignacio Madera: “mujeres y hombres, pero sobre todo mujeres, que en las noches de tiros, de bombardeos y explosiones de minas antipersonales, acompañan impotentes a campesinos, jóvenes y viejos de los sectores populares, presos y pandillas. ¿Para qué?”. La respuesta la dan esos habitantes de la periferia que, a su manera elemental, llegan a la percepción de esa gratuidad del gesto, de la compañía, de la dignificante presencia de los religiosos. Son valores que no se ven ni se miden, pero que están ahí.

Con el religioso ese mundo invisible se hace visible, esa utilidad no percibida se siente como un abrazo y un apoyo.

El religioso, en efecto, es una respuesta a lo que deshumaniza. Ante la ausencia de humanidad que el mundo padece pero no identifica, el religioso llena el vacío en silencio. Son las nuevas pobrezas de que habló el padre Víctor Martínez: “la desesperación del sinsentido de la vida que ha cobrado innumerables suicidios, la insidia del mundo de la droga, la indiferencia y el abandono ante la vejez y la enfermedad, la marginación y discriminación social”. Quizás la multiplicación de estos males impide ver la utilidad de la acción de estos hombres y mujeres del espíritu que hacen de su modo de vida una respuesta a los dolores del mundo. Sin embargo, no es esta toda la utilidad posible.

Dios está presente en el mundo porque los religiosos no han permitido que su amor desaparezca

Algunos de ellos tuvieron que admitir que entraron a la Vida Religiosa buscando un quehacer. “Entrábamos para ser misioneros, educadores, enfermeros, para continuar los apostolados de las comunidades”, confiesa la hermana Ana Francisca Vergara. Era una comprensión mínima de la utilidad de la Vida Religiosa. Sólo después, como un descubrimiento, brillaría la otra utilidad. Dijo la religiosa dominica en su ponencia: “¿Por qué la Vida Consagrada hoy? No hay más respuesta: para ser signos del Reino”.

Esta es la segunda utilidad. El mundo no sabe que necesita de Dios y de su reino. El culto a la razón humana convenció al mundo de que tenía apoyo y viático suficiente para su paso por la tierra con las luces de la razón, con el poder de su economía y con sus estructuras políticas y de seguridad, que se miraron como fuentes de todas las respuestas y seguridades. Sin embargo, las limitaciones y fracasos, la multiplicación de las situaciones límite, como la que plantea la violencia de los EI, están demostrando que debe haber algo más y que otro poder y otra lógica son necesarios.

Es la otra utilidad que aporta el religioso, como lo explicaba el papa Francisco al hablar del “ministerio de reconciliación” del religioso, de su “anuncio de la buena nueva del amor infinito, de la misericordia y la compasión de Dios, de su proclama de la alegría del Evangelio”. Son realidades que no caben en los presupuestos humanos, que los desbordan y que, al aparecer como algo tangible a incontestable en la vida concreta de los religiosos, les revelan a los hombres que otro mundo sí es posible.

El Papa los ve como embajadores de ese reino posible. Son útiles porque “muestran que es posible que Jesucristo y el Reino ocupen el centro de la vida de una persona y la hagan feliz” (hermana Ana Francisca).

La fina sensibilidad con que los religiosos detectan la presencia y la acción de Dios entre los humanos les revela la tercera utilidad de su consagración: ellos hacen presente a Dios en el mundo. Más que embajadores, hacen presente a Dios en nuestra historia. “Responden a lo que nos deshumaniza”, afirmó el padre Víctor Martínez.

Hoy se piensa de modo elemental e impreciso que Dios es el gran piloto de la historia humana, el factótum a quien se atribuye la intervención en lo bueno para premiar y en lo malo para castigar. Esta es una imagen racional de Dios, que lo ve todopoderoso y el que interviene en todo. Por el contrario, el Dios que se reveló en Jesús no es todopoderoso, según la concepción humana del poder; más bien se tiene que apoyar en el corazón y en los brazos de los humanos, en sus personas y corazón para darle eficacia a su amor. Se apoyó en la eficacia de la madre Teresa y su amor estuvo presente y activo entre los miserables de Calcuta; tuvo a su servicio el apasionamiento amoroso de santa Laura de Jericó para estar entre los indios de Urabá y depende hoy de la acción de los religiosos y de todos los hombres de buena voluntad que lo hacen presente a través del amor a los demás.

En suma, Dios está presente en el mundo porque los religiosos no han permitido que su amor desaparezca entre el ruido y el caos del desamor y del egoísmo. Y esta es la tercera utilidad.

Decía a los religiosos el Papa que merced a su existencia “podemos mirarnos unos a otros en Dios”. Y esta es su gran razón de ser, fue la conclusión del conversatorio de Vida Nueva sobre la Vida Consagrada.