Editorial

La vida en baja

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Un observador extranjero que revisó los datos sobre los falsos positivos concluyó con asombro, que en el ejército colombiano se paga para matar.

Se paga con dinero o con días de vacaciones, con medallas o con ascensos.

En los datos que publicamos en esta edición, aparece y puede ubicarse en la disposición oficial con la firma del Ministro de Defensa, el ofrecimiento de distintas cantidades de dinero que corresponden a la jerarquía del muerto. También contribuyó al incremento de esa promoción de asesinatos, la necesidad de convencer a los altos mandos y al gobierno de que la guerra contra la subversión se estaba ganando.

Este es tan solo uno de los síntomas que demuestran la caída del valor de la vida en la conciencia de los colombianos. También ha caído en el sector en donde ese valor debería estar en alza. En efecto, los mecanismos y las acciones del sector de la salud deberían mantener el valor de la vida en sus más altos niveles. Las políticas, los profesionales, los recursos están para eso; pero cuantos estudian las cifras de la quiebra billonaria de ese sector, los que leen entre líneas el proyecto de reforma de la salud, llegan a la misma conclusión: no se trata de salvar vidas ni de preparar unas mejores condiciones de salud, sino de multiplicar las ganancias de un negocio.

Pero donde adquiere caracteres dramáticos y dolorosos en extremo esa caída, es en las estadísticas de suicidios. En el mundo cada año mueren por suicidio un millón de personas. En Colombia hubo en el 2011, 1889 suicidios. La cifra es fría hasta que se descubre que el mayor grupo de edad de los suicidas es el de los 20 a 24 años, que los suicidas jóvenes y niños de 15 a 19 años fueron 139 y que también hubo suicidios entre niños de 5 a 10 años. Este último caso parece desbordar toda lógica: ¿qué puede inducir a un niño al suicidio? ¿No es acaso esta una demostración contundente de la caída del valor de la vida?

Se pueden dejar a un lado explicaciones teóricas como el influjo de los medios de comunicación, el estrés o la falta de amor, porque los hechos insisten en destruir nuestra esperanza. Uno de ellos parece extraído de una película de ciencia ficción y ojalá fuera así; pero emerge de una realidad cruel que parece signar a la humanidad de nuestro tiempo.

El hecho, de una proyección aterradora, comenzó con los drones, esos aviones no tripulados que, manejados desde un tablero de mandos, bombardean y ametrallan. La antigua convicción de que nadie es capaz de asesinar a alguien mirándole la cara, aquí revive. Para asesinar no será necesaria proximidad física alguna; ese freno moral que es el otro presente, desaparece, eliminado por la tecnología; el deber de responder por los actos de una persona, parece esfumarse en el silencio del acto tecnológico y la responsabilidad se le transfiere a la máquina, mientras las manos del asesino se presumen impolutas. Cumplido su turno, el asesino marca su tarjeta y vuelve a casa a besar y a jugar con sus hijos. La vida humana llega así a un nivel ínfimo, destruida como brillante logro de la tecnología.

Detrás de los drones, sin embargo, hay un humano en el control y ese humano puede sentir que su conciencia se activa. En cambio el Harpy y los robots del sistema Counter Rocket Artillery Mortar no necesitan ese humano con achaques de conciencia. Son máquinas autónomas que hacen la guerra sin escrúpulos, sin rabia, ni cansancio y que “deciden” acciones punitivas por sí y ante sí. Aviones que despegan y vuelan directo a la destrucción de sus objetivos; allí no hay pasiones ni limitantes para un acto frío de matar y destruir, solo una máquina que mata sin motivo, movida por un programa analógico.

El pasado 30 de mayo las Naciones Unidas reaccionaron ante estas armas autónomas: “aún es tiempo, clamó Human Rights Watch, para detener el avance de estas armas”.

En los laboratorios donde se crean estos robots-armamento, en los gobiernos que impulsan y financian este proyecto ¿la vida humana conserva algún valor?

Las campañas sobre natalidad, la posición de los cristianos frente al aborto, los clamores contra las violencias parecen perder todo su vigor ante esta progresiva caída del valor de la vida que antes de consumarse en los laboratorios, comenzó a gestarse en las conciencias.

Es un hecho que se convierte en una poderosa alerta para todos, creyentes o no creyentes, porque es el futuro de la especie el que está en peligro.