Editorial

La ropa sucia del poder no se lava en casa

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A Julián Assange lo persigue la interpol como un delincuente peligroso porque puso a la vista los archivos sobre la guerra de Afganistán que dan la explicación de la muerte de miles de personas en cumplimiento de políticas de estado que abrieron y mantienen esos frentes de combate. Ahora ha anunciado que los documentos que Wall Street mantenía bajo secreto estarán al alcance de los usuarios de internet que abran su página Wikileaks para saber por qué se enriquecen unos y se empobrecen otros en ese juego endiablado de las bolsas de valores.

¿No tienen acaso derecho a saberlo todo sobre la muerte, o el riesgo mortal de sus hijos, o de sus esposos o de sus hermanos, las víctimas de la guerra? ¿Aún antes o por sobre los derechos del Estado? Si es que el Estado es para el hombre y no el hombre para el Estado. En el panopticon de Hobbes, el príncipe era quien observaba todos los secretos de los súbditos, sin que él pudiera ser escudriñado; ese esquema se ha  invertido y ahora son millones de ojos los que observan los secretos del poderoso, expuestos como ropa sucia en los tendederos de internet.

¿Conviene esto a la democracia?

Observa Bobbio que “aquel que manda es más terrible en cuanto está más escondido”. Y “aquel que debe obedecer es más débil en cuanto es más escrutable”.

Al invertirse la relación gobernante que todo lo ve y ciudadano expuesto a la vista, el poder de saberlo todo vuelve a ese origen del poder “del pueblo emana el poder público”, dice la Constitución (a3) y se resuelve la vieja pregunta platónica: ¿quién vigila al vigilante? Las distintas políticas han dado respuestas diversas: lo vigila Dios, según los teócratas; lo vigila el héroe fundador del Estado, anotaba Hegel; y según otros el vigilante sería el más fuerte, el partido revolucionario en el poder; el pueblo que elige. Assange está dando la respuesta más contundente: al vigilante lo vigila internet.

Lo nuevo no es eso, sino que por la reacción que se ha producido ante las revelaciones de Wikileaks, ha quedado al descubierto que las democracias más democráticas se estremecen cuando les peligra un instrumento de su poder: el secreto, que desde siempre ha sido la herramienta favorita de los gobernantes autócratas. Como cualquier dictador, los demócratas están nerviosamente apegados al secreto.

El escándalo, además, parece desconocer que los humanos y sus países tienen la necesidad y el derecho a la verdad.

Los gobernantes se apoyan en el justificado temor de que la publicación de algunos documentos obstruya las relaciones entre países o ponga en peligro la seguridad. Lo cual es tan cierto como el hecho de que el secreto manipulado por los poderosos atenta contra el bien común y la dignidad de los pueblos. Wikileak ha creado la coyuntura para pensarlo y para averiguar qué se esconde detrás de  los vidrios polarizados con que se protege el poder.

Publicado en el nº 17 de Vida Nueva Colombia (del 18 de diciembre de 2010 al 14 de enero de 2011).