Editorial

La poesía y los teólogos

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Debió ser san Francisco de Asís el primero que convirtió al burro y al buey en personajes de pesebre. Si no fue él, fue la piedad popular la que incurrió en esa licencia poética. También lo es que el lugar del parto virginal fue una pesebrera y no una cueva como las que usaban los viajeros pobres que llegaban a Belén. La Biblia, que es tradición oral, está llena de esas licencias que los investigadores se encargan de resaltar y analizar, que es lo que acaba de hacer el teólogo Ratzinger con la tradición del burro y el buey.

Esto no impide que en los pesebres de hoy y de mañana se mantengan los dos animales lo mismo que los cisnes en los espejos de pesebre, las ovejas en campos de aserrín, los perros, los caballos, los camellos, los tigres y los leones. La estrella, que no será un cometa ni un satélite, y los reyes seguirán siendo tres que seguirán viniendo de oriente con su oro, su incienso y su mirra. A pesar de todas esas arandelas, el pesebre seguirá siendo pesebre y su centro nunca dejará de ser el niño, con María y José rodeados de pastores felices.

Si la madre fue virgen o no, y si el padre fue real o putativo, son asuntos que se plantean los estudiosos en busca de una aproximación a la realidad histórica del hecho.

Para la piedad  popular, ese sexto sentido de la humanidad, el nacimiento fue al filo de la media noche, que es la hora en que cantan las campanas de la navidad y en que todos se desean la felicidad porque a esa hora nació la felicidad. Según esa piedad, a esa hora brilló la estrella, llegan los regalos, José contempló maravillado el nacimiento y la virgen se transformó en madre.

Si después alguno dice que en el pesebre no hubo burro ni buey, ni pastores, ni estrellas y que la madre lo fue como todas las madres, son precisiones que palidecen ante el hecho descomunal y pasmoso: de un Dios que se hizo hombre, o como dice el evangelista, de un Dios que abrió su tienda entre los ladrones, las prostitutas, los asesinos y los hombres buenos.

A los teólogos les corresponde poner el pesebre en orden y mantener intacto el gran misterio del Verbo que se hizo carne. A los poetas y hombres comunes los abruma la necesidad de entenderlo en el lenguaje  sencillo de todos los días. VNC