Editorial

La otra mirada

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Cuando los astronautas, como ningún ser humano antes, vieron la Tierra desde una nave espacial, por primera vez pudieron apreciarla como su casa: “fui consciente de lo pequeño y vulnerable que es nuestro planeta”, observó Sigmund John; “todo lo que significa algo para ti, toda la historia, el acto de nacer, la muerte, el amor, la alegría y las lágrimas, todo esto en aquel pequeño punto azul y blanco”, reflexionó Russel Scheickhart, y Edgar Mitchell expresó su asombro ante “la increíble belleza de esa joya espléndida de color azul y blanco flotando en el vasto cielo oscuro”.

A estos testimonios, desde el espacio exterior, se agrega el del papa Francisco sobre la Tierra como nuestra casa, en la encíclica Laudato si’.

Los astronautas y el Papa aportaron una nueva mirada; la que se puede tener desde una nave espacial y la que sigue a una lectura correcta de los textos bíblicos. “Debemos rechazar con fuerza que se deduzca un dominio absoluto del hombre sobre las criaturas. Los textos bíblicos en su contexto nos invitan a labrar y cuidar el jardín del mundo” (LS 67).

Esta casa común, este jardín que se debe cuidar, plantean a la humanidad unos severos desafíos que ya antes habían ocupado al Club de Roma en 1972 cuando propuso poner límites al crecimiento. 10 años después se conoció la Carta Mundial de la Naturaleza, que fue el punto de partida para la Carta de la Tierra, ratificada por la Unesco en marzo del 2000, en donde se enunció la idea que el Papa retomó en su encíclica: la interrelación de todo con todo, como resultado del destino común de la humanidad y de la Tierra.

Ese destino común explica el fenómeno reiteradamente anotado por Francisco: cuanto se hace a la creación afecta a los más pobres.

Al recoger las ideas con que las instituciones internacionales han reaccionado ante el problema ambiental, el Papa las ha enriquecido en humanidad y en perspectiva teológica. Así lo que se entendía como exigencia política o enfoque sociológico o preocupación científica o como ética ciudadana, en Francisco se convierte en un deber de conciencia para cuantos habitamos en la casa común.

La más elemental de las actitudes éticas, la del cuidado, la extiende a la relación del hombre, de todo humano, con la naturaleza. Al contrario de la práctica común que subordina esa relación al mayor provecho económico o a la conservación e intensificación del poder, el Papa señala la preservación del ambiente y el cuidado de los débiles como la actuación correcta. Más aún, el Papa exalta esas actitudes de cuidado como sagradas porque con ese servir y guardar a la naturaleza y a los débiles el hombre se parece a Dios.

Para los lectores de la encíclica ha sido motivo de sorpresa y de inspiración que tras ideas como las anteriores vengan las aplicaciones a la vida diaria. Según el Papa se trata de cambiar el estilo de vida que ha impuesto el culto al dinero y al consumo. Hay una responsabilidad social de los compradores, por ejemplo. Comprar es siempre un acto moral y no solo económico. Y explica el pontífice que el deterioro ambiental cuestiona comportamientos como ese de las compras. Comprar o no comprar, comprar esto y no aquello, comprar una determinada cantidad o no, son hechos que permiten “una presión sobre los que tienen poder político, económico y social” (LS 206).

Al servir y guardar la naturaleza y a los débiles, el hombre se parece a Dios

El ejemplo de esa presión demuestra la clase de acciones a que está abocada la conciencia humana: “cuando los consumidores logran que dejen de adquirirse determinados productos, modifican el comportamiento de las empresas y las obligan a considerar el impacto ambiental” (LS 206).

Como una observación con tono de grave advertencia, el Papa señala la relación entre la degradación del ambiente natural y la del ambiente humano. Imágenes como la de la portada del número 21 de Vida Nueva, sobre la destrucción que ha seguido a las actividades de la minería sobre una zona de bosques, dejan entender el correspondiente desastre humano que se extiende alrededor.

Esa destrucción de la naturaleza para obtener riquezas sigue la lógica de los que asociaron la evolución de las especies a la lucha por la vida. La ciencia moderna, sin embargo, ha encontrado otra realidad: es la solidaridad, y no la lucha feral, la que siempre ha estado en la base de las organizaciones: “la interdependencia nos obliga a pensar en un solo mundo; para afrontar el problema de fondo es indispensable el consenso” (LS 164). Es uno de los argumentos del Papa para destacar el reto de la fraternidad que propone la nueva manera de ver la relación del hombre con la naturaleza.

Todo en esta renovada y necesaria relación con la naturaleza marcha en dirección contraria a la lógica del mundo de hoy. Adquiere así todo su sentido la palabra conversión. Es reveladora la invitación a una conversión ecológica, pero es una expresión que corre el peligro de ser trivializada como un recurso retórico.

Sin embargo, es una expresión que resume los nuevos aspectos que deberá tener en cuenta el mundo de hoy para detener el proceso de destrucción en marcha.

Conversión ecológica significa, ante todo, la conversión al pobre, víctima de los abusos ecológicos. En la encíclica se reitera de modo insistente la relación de los desastres ambientales con los sufrimientos del pobre.

Esa conversión es más amplia cuando se le descubre su dimensión de conversión al otro que puede ser víctima. La frecuente referencia a Dios cuando un desastre natural deja víctimas tiene que convertirse en una referencia al verdadero autor de esos desastres, que es el humano agresor de la naturaleza.

También significa la conversión ecológica un renacimiento del humano que responde y da cuenta de sus actos, y que asume su control. Responder por las propias acciones, prever sus resultados y controlar la cadena de consecuencias que desata un solo acto es lo que tendría que resultar de esa conversión ecológica.

La insistencia del Papa en las dañosas consecuencias del culto idolátrico al dinero revela otra dimensión de esa conversión ecológica.

Una conversión a la austeridad, al pensamiento en el bien del otro, hace parte de esa conversión ecológica.

El Papa habla de una conversión ecológica, es decir, un nacer de nuevo, o sea, mirar al mundo con los ojos limpios y el corazón sano del primer día de la creación.