Editorial

La Iglesia samaritana

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Colombia es un enfermo grave que no se nos puede morir. La comparación resulta más real cuando se examinan las encuestas nacionales de salud hechas desde 1995, cuando el Ministerio de Salud comprobó los altos índices de enfermedades mentales que mostraban a Colombia como un país traumatizado por la violencia. A comienzos de este siglo se agregó un nuevo dato: Colombia es el segundo país del mundo con mayores trastornos mentales. Los altos porcentajes de depresión, de rabia, de desilusión son parte de la huella dejada en el alma de los colombianos por la violencia.


Una sociedad así debe ser tratada con grandes dosis de ternura y de comprensión o, según el lenguaje de Francisco, necesita el bálsamo de la misericordia.
Desde la misericordia la situación actual del país se verá distinta y será posible disolver la nube oscura de las desconfianzas que hoy amenazan dividir a los colombianos.
La disputa entre el SÍ y el NO del próximo plebiscito puede adquirir una fisonomía distinta: es posible entender la euforia del SÍ como una lógica reacción ante la desaparición de la pesadilla larga de la violencia; igualmente se pueden comprender las sospechas, las dudas, las ansiedades que hay detrás del NO de las personas que aún llevan las marcas interiores o exteriores de la violencia. Después de los acosos, las amenazas, los despojos, las muertes y las torturas son naturales la sospecha y la desconfianza.
A unos y a otros se los entiende como productos de la violencia, como parte de una Colombia enferma. Esta es una mirada distinta de la partidista que considera buenos a los copartidarios y malos a cuantos se les oponen. Es un maniqueísmo que hace daño a la paz y agrava y multiplica las heridas; en cambio, la mirada compasiva y misericordiosa contribuye a la recuperación de la salud de una sociedad enferma. No es el momento, ni ahora ni nunca, para insistir en que hay colombianos buenos, los copartidarios, y colombianos malos: los que piensan distinto.
El episodio reciente de las polémicas y manifestaciones por las cartillas de comportamiento y sus implicaciones en la aceptación o rechazo de la opción sexual mostró la necesidad de esa mirada comprensiva inspirada por la misericordia, y el peligro de las posiciones absolutas. Pareció repetirse en la Iglesia la vieja equivocación de marchar al pie de un partido y en oposición a los contrarios. Tanto en ese caso, como en el del SÍ y el NO plebiscitario, el país demanda la mirada comprensiva de la misericordia.
Los clarines guerreros con que se convoca a participar en el plebiscito, o con que se planteó el debate de las cartillas, tienen una inquietante semejanza con los que sonaron en 1876 cuando un intento gubernamental para modernizar la educación se hizo ver como persecución religiosa y como motivo para la guerra.

 

Lo único que no se puede negociar en la Iglesia es el amor de los demás

El gesto del Papa ante una pregunta sobre los gays da la dirección evangélica: “¿quién soy yo para juzgarlos?” fue su contra-pregunta porque no se sentía juez sino hermano.
El empeño de cuantos quieren, con honestidad, la paz para todos aconseja un cambio de mirada y una limpia lectura de los errores del pasado para aprender de ellos.
Así como en el pasado los políticos lograron tener a la Iglesia de su lado, con lo que ella dejó de ser la madre de todos y se convirtió en una facción más; hoy, en otros contextos y bajo otras formas, el intento es el mismo: alinear a la Iglesia bajo unas banderas partidistas que le hacen hipotecar su independencia y credibilidad, bajo el entendido de que defendía principios y normas no negociables.
Pero oyendo al Papa uno puede concluir que lo único que no se puede negociar en la Iglesia es el amor de los demás, sobre todo cuando se trata de los heridos que dejaron los ladrones al lado del camino. Una Iglesia samaritana, al contrario de levitas y sacerdotes del templo, se detiene y se entrega, para aliviar al herido. Colombia, convertida por la violencia en un enfermo grave, necesita más misericordia que polémicas, espera una Iglesia samaritana.