Editorial

La auditoría como estado

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Una de las mayores preocupaciones púrpuras en las congregaciones, generales previas al último cónclave, fue la urgencia de una reforma de la Curia. En estos diez años, el Papa ha priorizado este encargo, que ha devenido en un proceso de conversión pastoral para la Iglesia universal con epicentro en Roma. Véase la ya estrenada constitución apostólica Praedicate Evangelium, acompañada de una puesta a punto de la estructura vaticana. Uno a uno, prácticamente todos los departamentos curiales y adyacentes están siendo sometidos a auditorías con el objetivo de adoptar las correspondientes medidas de saneamiento. Ahí está el cese de la cúpula de Caritas Internationalis, por una errada gestión de equipos, creando un gobierno interino en el que participa la española Amparo Alonso, que en Vida Nueva aprecia cómo esta medida “no es un acto de denuncia, sino de amor”.



Más allá de esta crisis, los chequeos han sacado a la luz corruptelas en el cepillo por falta, entre otras causas, de controles estandarizados. Ahí es donde está jugando un papel indispensable la Secretaría de Economía. El liderazgo del jesuita español Juan Antonio Guerrero ha resultado determinante para que la Santa Sede entre en la edad contemporánea en materia de gestión y transparencia. Sirvan como muestra medidas como la prohibición de todo pago en efectivo, regular los procesos de contratación, centralizar las inversiones o crear un departamento de Recursos Humanos. Esta semana se unía una doble normativa para supervisar todas las fundaciones y demás entidades vinculadas a la Curia y al Estado Vaticano.

Vivir en clave de auditoría

Lamentablemente, la enfermedad deja en un segundo plano a Guerrero, pero su clarividencia y trabajo en equipo han permitido que el Papa confíe en su segundo de abordo, el laico Maximino Caballero, como prefecto para rematar este cambio de paradigma estructural que tiene en el cepillo eclesial su visible espada de Damocles.

Lo cierto es que todo lo que huele a sacristía es susceptible de estar bajo el foco de la crítica. Y con razón, cuando la Iglesia se erige en baluarte ético y moral, exigiendo una ejemplaridad social de la que se carece; cuando se impone a otros el listón inalcanzable del Catecismo, mientras las carencias en casa son más que evidentes respecto al rasero del Evangelio.

Resulta paradójica esta disociación en una institución que abandera esa fe que invita a un examen de conciencia cotidiano. Una Iglesia que vive el sacramento de reconciliación como una constante contrición y propósito de enmienda personal ante Dios, debe vivir en clave de auditoría colectiva como algo más que un ejercicio de ‘compliance’ para otorgarle la categoría de estado vital permanente.

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