Editorial

El undécimo mandamiento

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¿Qué hemos hecho mal? Es la pregunta que surge, espontánea, ante los destrozos de las catástrofes naturales: la erupción de un volcán, la sequía, la inundación o la avalancha. Ha crecido la conciencia de que el dilema es inevitable: o continuamos con nuestra idea de que los recursos naturales son para explotarlos hasta el agotamiento, porque la naturaleza está al servicio del rey de la creación y tendremos que seguir pagando caro por ello; o cambiamos de discurso y de propuestas, y la relación con la naturaleza dejará de ser la de amo-esclavo y comenzará a ser la de jardín y jardinero.

Para que esa relación se reestructure, será necesario recuperar el equilibrio en dos fenómenos que han contribuido a la crisis: los ricos consumen más de lo que necesitan y por eso su presión sobre los recursos naturales aumenta sin freno ni límite; en contraste, y es el segundo hecho, los pobres no consumen, o consumen tan poco, que el desequilibrio aumenta. Son hechos con consecuencias tan devastadoras que el tema ecológico se ha vuelto asunto de vida o muerte para el planeta.

Es urgente pensar, por ejemplo, que hay una mutua causación entre pobreza y deterioro ecológico. A medida que aumenta la pobreza crece la degradación ecológica y cuanto más se destruye el planeta más cruda y extensa se hace la pobreza a pesar de la multiplicación de iniciativas sentimentales de amor a la naturaleza. La explotación de los recursos y la explotación de los pobres son hechos que obedecen a la misma lógica: unos son los que dominan y ponen a su servicio a los otros. Es una situación que solo cambiará cuando la naturaleza llegue a verse como un patrimonio común y a los pobres como socios de una empresa de todos. Todo un desafío al que se le están dando distintas clases de respuestas.

Como se ve en Europa ante el hecho de los inmigrantes africanos o en Estados Unidos ante los migrantes que presionan sus fronteras o que ya hacen parte de su población, son sociedades inclinadas a subordinarlo todo a su bienestar y que ven en el pobre una amenaza y en la naturaleza un recurso del que se debe obtener ya el máximo provecho.

Una mayor visión, aunque no integral, es la de los reformistas que pretenden reducir los efectos de las acciones destructivas impuestas por la tecnología. Han introducido en el lenguaje y en su visión la idea de la sostenibilidad; creen en la necesidad de la educación ecológica y examinan críticamente sus conceptos sobre desarrollo y sobre el impacto social de la economía.

La reacción más ambiciosa y, por tanto, más realista, la expresó en Río de Janeiro el Foro Global cuando en su declaración afirmó: “La salvación del planeta y de sus pueblos de hoy y de mañana requiere la elaboración de un nuevo proyecto de civilización”.

Equilibrio y justicia

Ese cambio implica, por una parte, otra relación con los pobres, hoy explotados e ignorados, y mañana, como exigencia del equilibrio, su incorporación como parte activa dentro del proceso de desarrollo; es decir, habrá equilibrio cuando haya justicia social; al mismo tiempo la relación con las otras creaturas deberá acercarse a la fraternidad proclamada por san Francisco de Asís, que abarcaba lo mismo a las alondras, al lobo o a las hormigas o al sol, las estrellas y la luna. “Debe ser una solidaridad con todos los seres de la creación, especialmente con los humanos”, según la expresión de Leonardo Boff (Boff, Leonardo. Ecología. Madrid: Trotta. 1997, 145) .

La tierra fue agredida con criterio utilitario y con voluntad de dominación porque se la despojó de su carácter sagrado. Mientras se avanza en la búsqueda de la partícula de Dios, la creación se ha degradado a la condición de un hecho mecánico, inerte, reductible a unas fórmulas matemáticas. Es el templo tomado y profanado por los mercaderes que le han borrado los rasgos de respeto y veneración que ostentaba. Recuperarle esas señales de identidad es una tarea que sobrepasa la capacidad de técnicos y científicos, pero necesaria para renovar la relación con la naturaleza.

En suma, tanto los sombríos pronósticos sobre la crisis ecológica como la luminosa perspectiva de un reencuentro fraternal con la naturaleza imponen al hombre de hoy un examen crítico de las tareas del desarrollo. Anota Boff: “la economía ya no se entiende en su sentido originario, como gestión racional de la escasez sino como la ciencia del crecimiento ilimitado”, dirigida al hartazgo de los poderosos y a la esclavitud de los débiles (90). Ese ajuste en la mira de los fines se fundamenta en la idea de que el ser humano ya no se mirará como el centro de todo. Contradiciendo la persuasión central de los humanistas del Renacimiento, el humano de hoy, con la sabiduría aprendida en la historia, dejará como un caparazón inútil la arrogancia antropocéntrica y asumirá la imagen de jardinero de la creación o, como lo expresa Boff, puesto “que posee esa singularidad de copiloto junto a la naturaleza, todo el proceso, pues fue creado creador, debe lograr la alianza de paz y fraternidad del ser humano, la naturaleza y Dios” (109-111).

Y aquí es donde el desafío ecológico que afronta cada uno de los hombres de hoy toca con su individualidad en cuanto que cada uno recibe y es agente de una cultura, y, por tanto, tiene el poder de transformar su experiencia con la naturaleza en un acto de dominio y de aprovechamiento utilitario o en un acto de amor. Explica Boff: “es en un acto de aceptación y afirmación del universo, una entrega desinteresada al otro y en apertura ilimitada al misterio al que algunas religiones denominan Dios” (81).

Así, en ese orden: el universo, el otro, Dios, tal como aparece el universo de san Francisco de Asís “impregnado de un tiernísimo afecto hacia todas las cosas”. Su fraternidad no es solo hacia sus semejantes, abraza el universo.

Tiene mucho de audacia, cercana a la locura, la pretensión de que el hombre de hoy, inmerso en un mundo pragmático construido sobre una tecnología y una filosofía de lo inmediato, de el salto hacia la trascendencia impulsado por el ideal de su relación con la naturaleza. Pero tan fuerte como ese impulso es la amenaza que hoy se cierne sobre la humanidad ante una naturaleza fuera de control. Es un hecho que impone otra manera de ser en el mundo: la de amar y convivir con todas las creaturas como hermanos y hermanas en una casa común.