Editorial

El poder de los de a pie

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El gran descubrimiento de las últimas semanas puede ser el del poder ciudadano para frenar las ambiciones abusivas de políticos y funcionarios.

Ante el desbordamiento de las pretensiones de los congresistas, que llegaron a creerse una clase superior, no sujeta a los deberes del ciudadano de a pie con la justicia; ante la claudicación de los magistrados engolosinados con el privilegio de la ampliación de su período; ante la ceguera calculada de los funcionarios que volvieron los ojos al otro lado o que los cerraron cuando en el proyecto de reforma de la justicia aparecieron los artículos que cubrían de impunidad a los congresistas y otorgaban favores a los magistrados, ante esa conjura contra los derechos de los ciudadanos, emergió el poder ciudadano como respuesta.

La Constitución de 1991 -la misma que iba a ser desmantelada con esta reforma- provee los instrumentos de participación ciudadana que operan como contrapeso cuando los poderosos abusan.

No fue ciertamente una iniciativa presidencial la del hundimiento de la reforma, porque el propio presidente la había calificado como buena; ni es mérito de los congresistas, que solapadamente habían pretendido consolidar un status de privilegio; la sensatez provino de la población que participó en la firmatón para exigir un referendo revocatorio; la oportuna alerta se encendió en los medios de comunicación que abrieron los ojos de la ciudadanía para que advirtieran la magnitud del abuso. Si esa toma de conciencia no se hubiera dado, hoy el país estaría sumido en un caos judicial, y de nuevo los parapolíticos, los corruptos y los aliados de los narcotraficantes regresarían, impunes y desafiantes, a seguir manchando las curules.

A esa insurgencia del poder ciudadano, este episodio agrega una sana advertencia sobre los daños que se siguen de la pasividad. Como tal se entiende lo que en los viejos catecismos se llamaban pecados de omisión, esa responsabilidad que cabe por los silencios consumados cuando debió hablarse o por las acciones no cumplidas cuando era obligatorio actuar.

Hay palabras que se deben decir y acciones que se deben ejecutar cuando los derechos de todos son negados, cuando el bien de todos peligra, cuando el mal está a punto de imponerse. Tal es el principio que rige los deberes políticos del ciudadano. Si ese ciudadano es creyente, esos deberes de intervención se acentúan y cualquier omisión lo convierte en cómplice de quienes hacen el mal a la sombra de los silencios ciudadanos.

Si es cierto que la más clara manifestación de la fe no son los ritos sino el cuidado de los demás, estas palabras y acciones dirigidas a la defensa y fortalecimiento del bien común, son expresiones de fe con un alcance político. Es lo que sucede cuando el cristiano se opone eficazmente al abuso y  a la injusticia.

También es cierto que los silencios temerosos o de comodidad ante los asuntos de todos, son formas del desamor y de la ausencia de fe.

Hay muchos gobernantes que llegan al poder, en el área ejecutiva o en la legislativa, favorecidos por la inacción de ciudadanos buenos y  de fe convencional. Hay leyes dañinas y proyectos oficiales funestos que ruedan sobre las espaldas de los silenciosos y pasivos.

Otra sería la historia si el potencial de cambio del evangelio llegara a la vida pública encarnado en los creyentes. La historia sería más humana y menos regida por los caprichos y contradicciones de los poderosos. VNC