Editorial

El deber de la memoria

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Aunque silenciosa, la lucha contra el olvido ha marcado la historia humana. La tradición oral, las inscripciones en piedra, los cartularios escritos sobre pieles o en papiro, la imprenta, los archivos urbanos, los museos, el cine, los periódicos las bases de datos han sido las distintas formas de esa lucha contra el olvido y de mantener la memoria de los hechos y de las personas.

Para las víctimas en Colombia la memoria es parte de la reparación a que tienen derecho, como lo apreciaron los lectores de Vida Nueva en la última edición, al seguir las distintas formas a que han apelado las víctimas para mantener viva la memoria de sus muertos: unas veces ha sido la redacción de perfiles de los muertos, las grandes fotografías convertidas en afiches en otros casos, se han levantado monumentos, se han montado obras de teatro o se han prensado discos con canciones o se han abierto museos. Quieren impedir que el olvido, como una maleza, cubra y borre el nombre de sus muertos, pero también saben que recordar es un arma contra la impunidad. Tener presente por qué y dónde y cómo ocurrió la ofensa es guiar los pasos de la justicia.

La memoria es importante “porque explora las raíces, las posibilidades y los derechos del presente que se puede medir por su relación con el pasado” (Marta Tafalla en La ética ante las víctimas. Barcelona: Anthropos, 2003, 144).

Son las posibilidades que convierten a la memoria en un bien para las víctimas.

Es un acto de justicia y un homenaje debido a las víctimas. El salmista pide la gracia de ser recordado; García Márquez mira el olvido como una segunda muerte y la generalidad de las personas cultiva la ilusión de merecer esa segunda vida que es ser recordado.

En Colombia se ha convertido en un deber cívico. Fotografías, velones encendidos, pancartas son instrumentos de protesta y de homenaje a los muertos. Contra el propósito de los victimarios de eliminarlos, la memoria los hace presentes, los reviste de una cierta inmunidad contra el olvido y la desaparición y les da esa singular forma de existencia que es el recuerdo.

Apuntaba la profesora Marta Tafalla que “la memoria hace la diferencia entre la muerte y la nada porque nos salvamos cuando recordamos y cuando nos recuerdan” (Tafalla 150).

Goethe puso en boca del diablo esta afirmación: “el principio más íntimo de la corrupción es la destrucción de la memoria”. Así como el olvido es una forma de la indiferencia con la que se le niega al otro el derecho a ser recordado, o sea a ser tenido en cuenta, la memoria, a su vez, exalta y dignifica y llega a ser un acto de justicia.

El interés por los hechos del pasado restaura la pasión por un mundo más justo, o por una sociedad respetuosa de los derechos humanos, porque recordar la historia de las abominaciones es una garantía para no repetirla. La memoria se transforma así en una reconstructora de la historia. En este momento y durante un largo tiempo la historia en Colombia cumplirá ese papel. Será un apremio de justicia, a la vez que un desafío.

Para muchos es un instrumento de reconciliación. El recuerdo colectivo que logró la Comisión de la verdad en Suráfrica obtuvo, al menos en parte, la reconciliación de los surafricanos. Los recuerdos pueden tener ese efecto o el contrario. O encienden odios y estimulan venganzas, o como experiencia común, los recuerdos se vuelven punto de encuentro y lugar de solidaridades.

El uso de la memoria, para el bien o para el mal, plantea, pues, intensos dilemas éticos; es un instrumento que debe ser manejado con sabiduría. Se puede hacer uso de la memoria y del olvido para dar vida o para quitarla, tal es su dimensión ética. Somos, por eso, responsables de nuestra memoria y de nuestros olvidos.