Editorial

El año del perdón

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Si se cumplen los sueños de los colombianos sobre la firma de un acuerdo de paz, el año 2014 deberá ser el año del perdón. La multiplicación de escenarios y pronunciamientos de petición de perdón, se puede leer como el signo de la necesidad de restablecer un orden roto con una audaz acción recreadora.

Desde luego son variados y confusos los sentidos que se le asignan a la palabra perdón: ¿Es disculpa? ¿Es olvido del agravio? ¿Es amnistía? ¿Es indulto? ¿Es una forma de prescripción? ¿Es arrepentimiento o pesar por el mal hecho? Cada uno de esos significados señala un camino distinto que separa y distrae de lo esencial.

Cuando se mira el perdón desde la filosofía, resultan más evidentes las distorsiones posibles de una realidad que está estrechamente ligada a la paz. El filósofo Jacques Derrida descarta que el perdón pueda ser una terapia de reconciliación, como pretendió Mandela en Suráfrica; o un arrepentimiento  colectivo. El perdón encuentra su rostro verdadero en ese cara a cara de la víctima y el victimario para rehacer lo que se había deshecho, con acciones complementarias de arrepentimiento y de misericordia. No es una actitud natural ni espontánea del ser humano; el perdón es algo que debe ser construido; no lo produce una razón sofisticada, ni una voluntad exuberante, es un producto del espíritu que introduce en la sociedad una nueva clase de relaciones que “desactivan el círculo vicioso de la violencia”.

Cuando los autores describen el perdón, es difícil no sentir asombro. Es la locura de lo imposible dicen a una voz Derrida y Arendt; no pertenece al orden de lo jurídico o de lo político. Los intentos de racionalizar el perdón fracasan porque el perdón pertenece a otra esfera. Desafía la razón, por ejemplo, aquello de que se perdona solo lo imperdonable. Es lo que en las modernas categorías que nacieron en Nuremberg se llama “crímenes de lesa humanidad”, con un lenguaje pobre que apenas si se acerca a esa “noche de lo ininteligible” que escribe Derrida.

Los hechos son más simples que las descripciones teóricas: “en cuanto la víctima comprende al criminal, en cuanto hay un intercambio y aquella habla y se entiende con este” se habrá dado un paso, el de la reconciliación, pero el perdón es más que eso. La palabra lo dice, el perdón es el don más don, no obedece a planeaciones estratégicas. El que perdona no negocia, dona. El teólogo madrileño Miguel Rubio ve el perdón como acto que moviliza todos los ámbitos de la persona y desencadena un proceso de conversión, ese nacer de nuevo que da lugar a la aparición de seres humanos nuevos.

El país está abocado, por tanto, a resolver un agudo dilema: o excluye de su agenda, por imposible, esta exigente tarea del perdón que implica la aparición de una humanidad nueva, o su sueño de paz solo será eso: un sueño.

Y para que en los planes del país el perdón sea una prioridad, no bastará la acción de los políticos, ni la de sus gobernantes; esta será una tarea para los hombres del espíritu; por tanto la tarea pastoral de la Iglesia se vuelve indispensable.

Perdonar es una actividad que pertenece a la misión originaria de la Iglesia. Su presencia en el mundo está ligada al ejercicio del perdón; por tanto, sus templos, sus seminarios, universidades, colegios y escuelas, todos los lugares donde ella esté presente deben ser centros de perdón, o si se quiere decirlo así, son plantas generadoras de esa energía reconstructora que es el perdón.

En la denominación pastoral más reciente la confesión se conoce como el sacramento de la reconciliación y el perdón, pero observa el teólogo Rubio, allí se producen más absoluciones que “actitudes de disponibilidad y apertura para el perdón y la reconciliación”.

En esa tarea silenciosa y oscura de los confesonarios se abren unas sólidas posibilidades para la creación de ese indispensable clima de perdón.

Puesto que el perdón vuelve a la persona hacia el otro más radicalmente otro que es el victimario, la apertura hacia el otro llega a ser una previa condición irreemplazable para el ejercicio del perdón. Las obras sociales de la Iglesia, su acción educadora en escuelas, colegios y universidades en este año del perdón deberían tener como énfasis y obsesión, esa apertura al otro, que habilita el alma para el milagro del perdón.

El impacto social de estas personas abiertas al otro será notable y elocuente en una renovada estructura del proceso de relaciones. Será una estructura renovada por la confianza, por ejemplo. Basta pensar en la devastación generada por el ambiente de desconfianza de las relaciones institucionales, personales o familiares para entender la radicalidad del cambio que producirá esta nueva estructura de relaciones, favorable para el perdón y la reconciliación.

No se trata de agregar tareas a una pastoral exigida por toda clase de apremios. Más bien, se trata  de una oportunidad propicia para trabajar en lo esencial. Como anota el teólogo: “tener misericordia es lo propio de Dios. Dios ejerce su presencia entre los hombres, perdonando”.