Editorial

La hora del Pacto educativo

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Publicado en el nº 2.704 de Vida Nueva (del 24 al 30 de abril de 2010).

El Pacto de Estado sobre la educación en España avanza seguro entre asuntos políticos bien graves, como la crisis económica o la gresca –siempre a cara de perro– entre los dos grandes partidos, por su corrupción o por todo en general. El ministro Ángel Gabilondo, que ofreció un primer borrador el 27 de enero y, ya el 22 de febrero, el segundo con enmiendas ajenas asumidas, tiene previsto presentar estos días un nuevo texto para el ansiado Pacto.

Las alarmas sonaban hace mucho desde las aulas. Los municipios (y los huecos en las universidades) coreaban la evidencia mal disimulada por el Ministerio: demasiados chicos por la calle antes de tiempo sin la titulación obligatoria siquiera. ¡Fracaso escolar! Corroborado por informes internacionales como el PISA, más grave desorientación de profesores y familias.

Aunque el Pacto no presagia una nueva Ley –menos mal–, reconoce a la educación rango social y estatal, no autonómico. Nobleza obliga a reconocer que no todo es caos: desde los años 80 hay escolarización total y gratuita de los españoles por primera vez; se va ampliando a la primera infancia y hay libertad de cátedra y de creación de centros con rostro pedagógico propio; a pesar de su utopía, también elige escuela libremente la minoría social que lo consigue.

La Iglesia, que no divide entre españoles, no se limita a reivindicar sus propios centros. Le preocupa más la equidad de este servicio público con el que colabora, dado que la pobreza y la marginación todavía son reales aquí, y en aumento. Por eso hay que diferenciar tajantemente –y no acaban de hacerlo estos borradores– la escuela básica obligatoria de la profesional (y universitaria). La primera no admite fracaso, ya que, de por sí, es compensatoria de las desigualdades. No se olvide que era el modelo y calendario escolar que funcionaba bien con familias acomodadas el que se ha extendido a todos. Tratar con igualdad a los que son desiguales es la mayor injusticia y, para corregir el fracaso, no basta con exigir menos a los inferiores (dos salidas en Secundaria, por ejemplo), sino que su escuela ha de ser la mejor y la más abundante.

La Iglesia podría mostrar sin ambages que sus centros de básica no son de élite y dar la lista de sus muchas iniciativas compensatorias. Sorprendería su ingenio pedagógico –y su amor real– entre la infancia marginada, los inmigrantes, incluso la población adulta dispersa (como hace Radio ECA canaria). Su importancia puede prevalecer sobre el afán educativo confesional, porque educar no es clonar ni servir a ningún fin estratégico: ni al desarrollo económico – gran riesgo de este pacto– ni ideológico.

Además, también supone  una buena ocasión para cambiar el disco de nuestra clase de Religión: “Una ocasión cultural que nadie debe perderse”. Para que todos sepan quién es y fue Jesús (y también Buda y Mahoma), la Iglesia puede ofrecer a todos su profesorado, el único que verdaderamente sabe de estos temas mientras no regresen a la universidad española la Teología y demás Ciencias de la Religión. Pero, de momento, el texto del Pacto mantiene oscura la formación del profesorado.