Publicado en el nº 2.698 de Vida Nueva (del 6 al 12 de marzo de 2010).
Es una irresponsabilidad jugar al catastrofismo. No ayuda el simple relato de los males que nos afligen. No es bueno insistir en el retrato de una España desastrosa: una sociedad de parados, que mata a inocentes, que administra justicia según el color del partido en el poder, que viola pactos, que fomenta el odio, que impide el ejercicio de la religión, que destruye la inocencia de los pequeños, que azuza pasiones a los jóvenes, que instrumentaliza la escuela, que remueve las estructuras básicas de la sociedad. No es bueno tanto diagnóstico subjetivo e injusto. También hay cosas buenas, y muy buenas que, a la par, deberían decirse. Cuidar el lenguaje es ayudar a la esperanza. Es verdad que estamos en Cuaresma y que reconocer el pecado propio es el principio de la conversión. Pero también es verdad que la Cuaresma es un paso a la Pascua. En la escena del hijo pródigo, el protagonista no es el hijo alejado, habitante de una tierra esquilmada, “decadente y enferma”. Tampoco el protagonista es el hijo que se quedó en la casa, camuflado en bondades y arrullado por envidias. El protagonista es el Amor de Dios, capaz de tumbar el pulso a uno y a otro hijo. Al que se fue y al que se queda. La parábola debería llamarse del Padre Misericordioso. No es tiempo sólo de mirar la herida, sino de mirar la luz que la cura.
Vida Nueva ofrece hoy un modelo de cómo la Iglesia, en este caso la de México, desea ayudar a una sociedad atravesada por una violencia que, como dicen, “envenena el alma” de sus miembros. Y lo hacen con palabras llenas de sentido para que los corazones cambien y se conviertan. En la exhortación pastoral que han presentado los obispos late la esperanza y se respira un aire de colaboración y de reconciliación. No es un mensaje que acuse solamente con radiografías catastrofistas en la mano. Es un mensaje de alivio para los cristianos y gentes de buena voluntad.
La tentación del catastrofismo está llegando a nuestro solar hispano. No nos debemos dejar atrapar. Estamos en el mundo con una misión sanadora, con un mensaje de esperanza. El nuevo obispo de Guadix, Ginés García, lo expresaba de forma bella la semana pasada, en la ceremonia de su consagración episcopal: “Hace años, descubrí en la Puerta Santa de la Basílica de San Pedro, en el Vaticano, un altorrelieve que muestra a un pastor rescatando a una oveja atrapada entre las zarzas; su cuerpo expresa la tensión del empeño; con una mano se agarra a una roca; con la otra busca la liberación de la oveja de su grey; y junto a la imagen, una inscripción en lengua latina: Salvare quod perierat –“salvar lo que estaba perdido”–. Comprendí lo que tenía que ser la misión de los pastores en la Iglesia: agarrados fuertemente a Cristo, extender los brazos para salvar a las ovejas que el Señor ponía bajo su cuidado, arriesgar para ganar para Cristo a muchos hombres y mujeres; ser transparencia de su presencia entre nosotros, gastarse y desgastarse por la salvación de las almas, misión y fin de la Iglesia, y por tanto, del ministerio pastoral”.
En México o en España, siempre el mismo mensaje de esperanza. Sin negar realidades, hay que abrir los ojos a la gracia y al amor.