Editorial

Un niño nos ha nacido

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Publicado en el nº 2.641 de Vida Nueva (Número doble: del 20 al 31 de diciembre de 2008).

La Navidad supone una comprensión nueva de Dios y una forma de entender el mundo y de situarse en él. El anuncio de que Dios se ha hecho niño resulta, cuanto menos, provocador. Paul Claudel, que encontró la fe en Notre Dame un día de Navidad, recuerda aquel acontecimiento como “un sentimiento desgarrador de la inocencia, de la eterna infancia de Dios, una revelación inefable”. 

En la escena de Belén hay una representación de la historia humana. Allí está la creación entera: el firmamento con la luna y las estrellas, las montañas y los ríos, la mula y el buey, el pastor y la panadera, el padre y la madre. Y en el centro, el niño, frente al que no cabe la indiferencia. Junto a la acogida gozosa de los pastores y los magos, Herodes representa el rechazo de quien está dispuesto a mantener su dominio prepotente a cualquier precio.  

“Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado”. La figura infantil del conocido poema de Isaías, al que pertenecen estas palabras, emerge en un horizonte destrozado por la guerra: se habla de yugo opresor, calzado militar, capa ensangrentada. Una vez introducido el niño en la escena, se habla de paz sin límites, de derecho y de justicia. 

La presencia del niño no es consecuencia, sino causa de la paz. Así es para los cristianos la contemplación del niño Jesús: él es el príncipe de la paz. Ahora hemos venido a saber que la omnipotencia de Dios tiene forma de inocencia. Su grandeza no es ya poder distante e inaccesible, sino un acontecimiento que reclama nuestra ternura y nuestra acogida. Y hemos conocido el gusto de Dios por lo pequeño. Incluso la esperanza tiene, en expresión de Chales Péguy, forma de niña: “Una niñita de nada, que vino al mundo el día de Navidad del año pasado”. El creyente se apoya en las virtualidades de lo pequeño y lo sencillo. 

Al valor de lo pequeño van asociados otros motivos de la Navidad, como la paz y la armonía, la compasión y la ternura. Todo eso representa el niño. Y el creyente lo confiesa de Jesús, el Hijo de Dios venido en carne. Y lo celebra en la liturgia de la iglesia con alegría desbordante, al ritmo de villancicos e instrumentos musicales. O lo saborea en la mesa familiar de Nochebuena. Sabe que hay otra gente que, sin compartir la fe, vive muchos de los valores propios del misterio navideño. Con esas personas, el creyente querrá cantar el don de la vida, el gozo de la generosidad, el entusiasmo de trabajar por un mundo más humano.

Con lo que no puede sentirse cómodo el creyente es con el despilfarro instalado en las campañas comerciales; ni con la actitud de mirar a otra parte para no ver las heridas de la historia; ni con la alegría boba de no saber por qué nos felicitamos y de si hay algo que celebrar para que nuestras calles estén tan ostentosamente iluminadas. La luz de Belén tiene otros destellos. 

Y otra forma de alegría. Y un compromiso infinitamente mayor. Esa luz es la que desea a sus lectores Vida Nueva al cerrar, con el 2008, el cincuenta aniversario de su nacimiento. A la vez, desde este número deseamos a todos una muy entrañable Navidad desde el Misterio de Belén.