Editorial

Discurso sin medias palabras

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El discurso de monseñor Augusto Castro, al inaugurar el pasado 4 de julio la asamblea plenaria de los obispos de Colombia, sonó tan claro y diáfano como el Evangelio.

En los numerosos discursos sobre la paz suelen entreverarse el interés político, los lugares comunes, el oportunismo y la retórica; por eso la paz ha llegado a ser algo abstracto y baboso como los himnos a la bandera.

El de monseñor Castro fue un discurso a la vez austero y directo, sin concesiones al cálculo o a la complacencia con el público. Dirigido a los obispos en primera instancia, fue pensado para los oídos y la conciencia de todos los cristianos y hombres de buena voluntad.

Fue el mismo discurso que los primeros cristianos tenían interiorizado cuando los revolucionarios judíos del año 66 los presionaban para que, como judíos, tomaran las armas contra el imperio romano. Pero la enseñanza de Jesús los había puesto en contradicción con el pensamiento corriente. ¿A quién podía ocurrírsele lo del amor a los enemigos, por ejemplo? Fue una enseñanza y mandato que puso a los cristianos primitivos a remar contra la corriente. No solo eran un deber el perdón y la reconciliación; había que amar a los enemigos.

Monseñor Castro vuelve sobre esa doctrina a sabiendas de que en los tiempos que corren, en que el odio y la venganza se escudan detrás de la máscara de la justicia, ese mandato fundamental se mira como historia antigua o como una exigencia que excede las posibilidades del hombre de hoy.

Sin embargo, insiste, el amor a los enemigos es el núcleo de la revolución cristiana. Amar a los enemigos significa en este 2016 estar dispuesto a recibir a los que hasta ayer se consideraban tremendos enemigos: farcos, elenos, paracos. A quien sienta que es un mandamiento excesivo, el Evangelio le recuerda que amar a los amigos tiene la sospechosa facilidad de lo mediocre; el cristiano va más allá y en esto se distingue de los demás. Amar al enemigo es una señal de identidad.

El discurso de Castro lo deja claro: lo cristiano, hoy, no se refugia en las consignas de odio y de venganza contra los enemigos; ser cristiano es más exigente que eso y demanda el espíritu abierto de quien se dispone a acoger a los enemigos de ayer como compatriotas de hoy.

El amor a los enemigos es el núcleo de la revolución cristiana

El alcance político y social de este mandato se entiende cuando se lo descubre como una condición para la paz, entendida esta como el ejercicio de la convivencia; la paz es un logro del espíritu humano cuando la reunión entre semejantes transcurre en convivencia.

Por eso, continúa el arzobispo Castro, si usted quiere asumir como cristiano la construcción de la paz, debe entender que en su corazón ha de desaparecer la palabra enemigo. ¿Imagina lo que le pasaría a este país si todos los cristianos que lo habitan hicieran ese borrón?

Pero hay que ser realistas: esto sería mal visto por quienes tienen ya activado un arsenal de condenas: usted será mirado como terrorista, guerrillo o comunista. La exigencia cristiana, con todo, no transige ni acepta la elasticidad de conciencia de quien reza el Padre Nuestro con su comprometedor “perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos”, y al tomar posición política reclama una venganza disfrazada de justicia.

Hay que agregar que si el Evangelio guía su vida usted no se limitará a las palabras y vivirá estos días de la vida del país como los de una construcción de una casa nueva, que el arzobispo Castro ve levantada sobre tres cimientos: uno ético, que supone el rechazo contra toda forma de corrupción; el segundo es espiritual, con su demanda de perdón, reconciliación y misericordia; y el tercero, cultural, hecho de respeto a la vida, al otro y a los derechos humanos.

¿Exigente? Sí, es un cristianismo que no es para apocados, ni para enfermos de odio; es para esos espíritus abiertos y libres, capaces de hacer del país una casa para todos.

Fue, pues, un discurso como el del Evangelio, luminoso y sin medias palabras.