Editorial

Condenados por la pandemia

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La pandemia del coronavirus ha trastocado la vida de todos, pero se ha ensañado con los más débiles, no solo en lo sanitario, sino en quienes ya arrastraban patologías previas en su contexto de vulnerabilidad. Es el caso de las mujeres y hombres encarcelados.



Las restricciones para evitar más contagios se han traducido en una doble condena, puesto que a su clausura impuesta se ha sumado la imposibilidad de mantener contacto alguno con el exterior, limitando, cuando no prohibiendo, las visitas de sus familiares. Los centros penitenciarios se cerraron a cal y canto también para todos aquellos que son su única ventana de libertad con vistas a la esperanza: los sacerdotes, religiosos y laicos que viven volcados con la pastoral penitenciaria.

De un día para otro también se han visto congelados muchos de los programas de formación y acompañamiento de las ONG y se han frenado en seco los de por sí ya precarios planes públicos de reinserción.

Si los psicólogos y psiquiatras coinciden en apuntar las secuelas afectivas que de una u otra manera va a padecer la mayoría de la población como consecuencia de esta hecatombe global, resulta imposible calibrar cómo de profunda será la huella que ya está dejando en los reclusos.

Dignificar a los arrinconados

Desde que san Pedro Nolasco saliera el rescate de los cautivos, la Iglesia entró en la cárcel para quedarse, para intentar humanizar y dignificar al condenado. Solo en España, la pastoral penitenciaria mantiene a 9.350 presos sin recursos, el 12 por ciento de la población reclusa. Desde la gratuidad, sin juzgar al que ya está juzgado, sin condenar más al ya sentenciado. Con estas máximas, no solo se busca encarnar una obra de misericordia, sino descubrir al mismo Jesús ajusticiado en cada uno de los reos.

Para ello, quienes se entregan en esta misión suponen algo más que una presencia incómoda para las autoridades políticas en tanto que se erigen como voz de denuncia, por ejemplo, ante la masificación de las prisiones o, en estos días, ante la limitación de acceso a los voluntarios laicos. No puede ser de otra manera cuando se busca dignificar a los arrinconados por la sociedad. Pero más allá de este grito que se cuela de vez en cuando en los medios de comunicación, los capellanes son el único abrazo de presente y futuro que reciben en su día a día los presos, sin importarles su origen, condición o crimen cometido.

Una lección desde la pastoral penitenciaria, no solo para una sociedad acostumbrada a castigar de por vida al otro y no conceder segundas oportunidades, sino también para la propia Iglesia, a veces tentada de reservar el derecho de admisión, a negarse a indultar al otro y a orillar el inherente mandato evangélico con los encarcelados.

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