La vida del migrante es dura. Dejar su país porque en su tierra no tiene oportunidades para vivir dignamente, es triste. Alejarse de los afectos para poder sobrevivir, es lamentable. Y esto no se vive solo en Europa con los sirios y africanos. También América Latina está llena de gente que llega (y mucha otra que sale) en busca de un lugar mejor. Uno de esos países que recibe a otros latinoamericanos es Chile. Peruanos, colombianos, bolivianos, argentinos y haitianos llegan a esa tierra en busca de un trabajo que les permita enviar dinero a sus familias en su país de origen para sostenerla. Frente a esta realidad migrante, la Iglesia y la sociedad en su conjunto se movilizan creando espacios de acogidas para tantos seres humanos que atraviesan exilios obligados.