Editorial

Bajen a Laura del altar

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Lo peor que pudiera suceder después de su canonización es que a santa Laura de Jericó la dejen prisionera e inmovilizada en lo alto de los altares y expuesta a la interminable fila de pedigüeños de toda clase.

Los santos han sido las obras maestras de la gracia que la Iglesia se precia de mostrar, lo mismo que los campeones, los guerreros, los poetas, los científicos y hasta los astronautas son los ejemplares de mostrar en la humanidad.

Pero los santos no son solo argumento, son enseñanza; en cada santo se revelan caminos antes desconocidos y se hacen manifiestas posibilidades que, convertidas en realidades, determinan saltos cualitativos en la historia de la especie.

Con Laura sucedió así. Hizo lo que ninguna mujer había hecho y dejó al descubierto el enorme espacio que los prejuicios, la cultura, la pereza o el miedo no le habían permitido ocupar a las mujeres. Las reacciones de los misioneros carmelitas y de uno que otro obispo frente a las locuras de Laura y sus monjas, no tenían sustento teológico alguno, fueron el resultado de unos prejuicios culturales sobre la mujer. Según esa cultura la mujer debe ser protegida, puesto que protegida debe permanecer sometida y así, sometida, no cuenta y llega a ser dependiente, auxiliar, asistente o sirvienta del varón.

Laura descubrió lo contrario. Los carismas propios de la mujer puestos al servicio del quehacer misionero revelaron unas dimensiones no conocidas dentro de la actividad pastoral. Al bajarla del altar e introducirla en los seminarios de misiones, en las curias episcopales, en los hogares, Laura deberá ser un reclamo y un estímulo a favor de la integración total de la mujer en la vida de la Iglesia y de la sociedad. Ella prueba y comprueba que a la mujer no se le ha reconocido el espacio que le corresponde.

No se puede quedar inmovilizada entre rezadores de novenas esta Laura que tan resueltamente rompió los prejuicios racistas y de clase que segregaban y excluían a los indios, y los mantenían bajo sujeción. En su tiempo sacudió las ideas, en que los poderosos se habían instalado, sobre la superioridad del blanco que le daba derecho a disponer de la persona y de las tierras de los indios. Al entregarse por completo al servicio de los indios, al buscarlos entre las selvas de Antioquia y del Chocó, al disolver sus prejuicios y temores con un amor invencible, Laura contribuyó a un cambio de ideas y de actitudes. Si antes convivían en unión antinatural la exclusión, la explotación y el desprecio del indio con unas seudo conciencias cristianas, después de Laura esa convivencia de contrarios tuvo menos argumentos y mayor mala fe. A Laura hay que bajarla del altar para que siga defendiendo con su ejemplo esa opción preferencial por los más pobres y los más débiles, como marca de identidad de los cristianos.

Laura les corrigió la plana a los misioneros de la conquista, que apoyados en la espada impusieron la cruz. Su acción misionera no requirió avanzadas de hombres armados que doblegaban con el hierro antes de someter en nombre del Evangelio; tampoco actuó la misionera en nombre de ningún rey o gobernante. Sus monjas, inermes, se instalaban en las vecindades de los poblados y se acercaban a los indios con la ternura de una madre con un hijo díscolo, soportaban sus insultos, sus desplantes y sus amenazas, convencidas de que la fuerza serena del amor es invencible y así demostraron que el amor de Dios no se impone, ni se enseña, se comparte.

Hay que bajarla del altar para que siga enseñando y demostrando que Dios es un ser vivo, no un razonamiento ni una entelequia, y que Él está presente en las buenas y en las malas, que la vida transcurre bajo su mirada amorosa, que Él oye, Él apoya, Él enseña, Él guía todo para bien del hombre.

A quien lee las cartas de Laura o su autobiografía o la historia de su comunidad, al principio se asombra y después acaba por aceptar esa omnipresencia de Dios en la vida de esta religiosa. El afecto del padre que no tuvo, el amor del esposo que nunca buscó, las caricias que nunca recibió de su madre, seca y distante, todo eso lo encuentra acrecentado en su relación con un Dios a quien sirve, de quien vive y en quien centra su actividad desbordante y sus pensamientos.

Al mundo, a la Iglesia, a los hombres y a las mujeres comunes y corrientes nos hace falta una relación con Dios así, tan espontánea, tan fresca, tan de todas las horas, como se ve en la vida de Laura. Hay que bajarla de los altares para que continúe su tarea, y ese es el reto pastoral de la post-canonización.