Editorial

Ayuno en tiempos de dietas

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En el relato evangélico sobre las tentaciones del demonio a Jesús, la primera tuvo que ver con el hambre. Después del largo ayuno en el desierto, el cuerpo pedía alimento y estimuló la fantasía de hacer de las piedras panes.

Es uno de los peligros del hambre, que hace perder contacto con la realidad y convierte los sueños en otra realidad. A este sueño-realidad están expuestos los hambrientos del mundo y la misma Iglesia: “¿no debería y debe el salvador del mundo demostrar su identidad dando de comer a todos?” Y explica Ratzinger: “el marxismo ha hecho de este ideal el centro de su promesa de salvación”.

Más, y antes que los marxistas, la Iglesia de todos los tiempos ha sentido que no puede ignorar el problema del pan. Sería perder de vista esa línea que atraviesa el Evangelio en donde el tema del pan es omnipresente. En su libro Jesús de Nazaret, Ratzinger destaca “la multiplicación de los panes para las miles de personas que habían seguido al Señor en un lugar desértico”. “La última cena que se convierte en la Eucaristía de la Iglesia y el milagro permanente de Jesús sobre el pan”.

Jesús prefirió el ambiente de los banquetes y las cenas para compartir la buena nueva hasta el punto de que fue acusado de comer y beber con los pecadores. Y fue cierto: la trayectoria de Jesús se ve atravesada por el regocijo de las comidas en que comparte con los pecadores, ellas y ellos, el pan y el anuncio del Reino.

Aún cuando enseña a comunicarse con Dios Padre, tiene buen cuidado para incluir el tema del pan: “danos hoy el pan de cada día”. Es una petición, anota Ratzinger, que hace parte de un proceso que se desencadena alrededor del pan: “el milagro de los panes supone tres elementos: la búsqueda de Dios, de su palabra; el pan se le pide a Dios; la mutua disposición a compartir. Jesús no es indiferente al hambre de los hombres, pero la sitúa en el contexto adecuado”.

Cuando este proceso no se da y el alimento no dignifica la vida es como si en vez de pan se les dieran piedras a los necesitados.

Así como sucede con el pan, su ausencia en el ayuno puede ser ambigua. En el episodio de las tentaciones el largo ayuno creó las condiciones para la tentación. Pero a las tentaciones, como a las dificultades, les pasa que se pueden convertir en oportunidades para el bien o para el mal, para la fidelidad o para la infidelidad, para elevarse o para arrastrarse.

El ayuno forzado de los pobres los deshumaniza o los mantiene al borde de los abismos del odio o de la desesperación; por eso el hambre se ve como un mal social, “el mayor mal de nuestra civilización”. Las encuestas de los investigadores sociales entrevén una realidad monstruosa. En Colombia los hambrientos pueden estar o en el 36% o en el 87% de los hogares (Encuesta Nacional de Hogares 2012). Este es un hecho que puede aconsejar la salida ciega de la violencia o inspirar las acciones constructivas de la solidaridad.

Hay otro ayuno, el voluntario de los que hacen de esta una práctica cada vez más común en nuestro tiempo, por parte de personas que buscan en esa disciplina una solución para sus problemas de salud o una prevención de enfermedades.

Hay otra clase de ayuno que es el que impone el culto del propio cuerpo, con el consiguiente uso de dietas y de ejercicios físicos. Son prácticas que comienzan y terminan en las propias personas que acaban encerradas en el estrecho círculo de la contemplación autista y narcisista de su propio cuerpo. 

De hecho hoy son numerosas las personas que ayunan por salud o por estética, pero en cambio se ha desdibujado la motivación original del ayuno como ejercicio del espíritu que impone su dominio sobre el cuerpo, ayudado por fuerzas interiores como la generosidad, la solidaridad o la fe que vuelve relativas todas las cosas, de modo que adquiere todo su vigor de axioma la palabra del Señor en el desierto, cuando desde su cuerpo castigado por el severo ayuno, dijo: “no solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”.