Editorial

Aprendizajes de tolerancia en la Iglesia

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Antes las críticas dentro de la Iglesia se padecían, y adquirían un cariz de actitud sospechosa de error, cercana a lo herético. No fue tan crítica esa situación en el Concilio Vaticano II, pero sí fueron molestas aquellas críticas de los que vieron la convocatoria del Concilio como un acto de locura de Juan XXIII; o las que se produjeron cuando, concluido el concilio, fue visto y proclamado como un retroceso o un desvío de la Iglesia.

En el sínodo, cuya primera etapa acaba de clausurar el Papa, las críticas, las polémicas, los enfrentamientos de opiniones opuestas fueron mirados como una oportunidad: “me hubiera entristecido si no hubiera habido tensiones y discusiones, este movimiento de los espíritus”, observó el Papa.

Viene bien un ejercicio como este: permite explorar nuevas posibilidades y puntos de vista y mantener una dinámica de pluralismo en la Iglesia. El “evangelizar a todas las gentes” con su apertura universal comprende una actitud básica de tolerancia que implica, frente a los otros, una presunción de verdad, anterior a la presunción de error que guió, durante demasiado tiempo, las discusiones doctrinales en la Iglesia.

¿Impidió esa actitud intransigente y despótica el desarrollo doctrinal de la Iglesia? La apertura del Concilio, el nuevo aire que se respira con Francisco, indican que nada bueno se podía esperar de las aduanas doctrinales del pasado y que una renovación promovida por el Espíritu se ha puesto en marcha.

Las discusiones, entre tensiones y expresiones vehementes y apasionadas en el aula sinodal, fueron vividas “con tranquilidad y paz interior”, apuntó el Papa.

Fue evidente la presencia de las que Francisco llamó tentaciones del sínodo: el endurecimiento hostil; el buenismo destructor; el intento de transformar las piedras en pan y el pan en piedras; el otro intento de descender de la cruz o de descuidar el Depositum fidei; la vieja tentación de creerse propietarios de la doctrina y no servidores; o la de ignorar la realidad en vanidosas parrafadas que no dijeron nada.

Detrás de esa enumeración de tentaciones parecen revivir los detalles humanos de aquellas sesiones sinodales en las que no se habló el lenguaje de los ángeles sino el idioma cotidiano de los humanos, a quienes está encomendada la tarea de estudiar los problemas del día a día de las familias, de los matrimonios y de los hombres y mujeres en crisis de relación.

Fueron momentos de desolación, tensión y tentaciones, sustantivos utilizados por Francisco para describir unos días en que la Iglesia se arremangó, dispuesta a atender los heridos que está dejando la cultura contemporánea, para aliviar el sufrimiento de tantos. Otra vez volvió a la metáfora de los heridos que requieren atención inmediata y eficaz, en vez de teorías o debates doctrinales.

En el sínodo predominó la Iglesia samaritana por sobre la Iglesia doctora. En vez de esa Iglesia que observa, encerrada en su castillo de cristal, y que, desde su altura, juzga y clasifica; el Papa prefiere la Iglesia que come y bebe con prostitutas y publicanos o la Iglesia que se lanza a la calle a pesar de sus riesgos, pero con las ventajas que da la cercanía de encarnarse.

En momentos de crisis y de cambios es posible pasar de un extremo al otro, de lo tradicionalista a lo progresista, sin la austera disciplina de los que buscan el medio justo, allí donde se encuentra la virtud. El Papa previene, por eso, contra esos vendajes de las heridas que no se han cerrado; o contra ese tratamiento impaciente de síntomas que no dejan ver las causas. En cambio hizo notar la necesidad y la alegría de dejarse sorprender por el Dios siempre sorprendente. Ese debió ser el tema de algunas de aquellas deliberaciones sinodales en que la tentación de la eficacia ponía en peligro el don de la fidelidad.

El sínodo ha sido, por tanto, otra ocasión propicia para avanzar en esa catequesis que el Papa comenzó el día de su elección. Cuando en la clausura del sínodo destacó su papel de defensor de la unidad de la Iglesia, Francisco dejó entrever su secreto: no puede haber agrietamientos ni separaciones cuando predomina la lógica del Evangelio, que es la que él difunde y aplica con obras y con palabras.