Editorial

Antes de que griten las piedras

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En un escueto boletín de prensa el alto mando del ELN comunicó que las torturas y la muerte de monseñor Jesús Emilio Jaramillo habían sido una equivocación. Después se sabría que al obispo de Arauca le habían hecho un juicio revolucionario en el que había sido acusado de alianzas con el ejército, de incondicionalidad con el gobierno seccional y con las petroleras y de ser un vocero de los ricos en contra de los pobres de la región.

Aunque obraban acciones y documentos en contrario, nadie los trajo a cuento porque lo del juicio revolucionario solo era una formalidad, ya que existía la voluntad de silenciar al obispo.
Cualquiera que se hubiera tomado el trabajo de oír las grabaciones de sus sermones habría encontrado sus acusaciones a los miembros del ejército, responsables de violaciones de los derechos humanos; en el mismo ejército habrían encontrado las quejas contra él, que lo hacían ver como enemigo de los militares por razón de esas acusaciones; iguales testimonios había sobre su actitud distante respecto de los gobernantes a quienes, decía “había que tratarlos de lejitos”. En cuanto a la acusación sobre su traición a los pobres, era una delirante calumnia.
Como sucede con los obispos en tierras de misión, para monseñor Jaramillo los pobres fueron la razón de ser de su ejercicio pastoral. Su trato con las empresas petroleras había sido en su calidad de vocero de esos pobres que pedían escuelas y centros de salud que el gobierno, o no tenía en cuenta, o no estaba en capacidad de darles.
Cuando los guerrilleros decidieron darle muerte no lo hicieron como conclusión de un juicio, sino en obediencia a una imagen creada por el prejuicio. Así se imaginaban que debía ser el obispo y esa era la que se propusieron destruir al torturarlo y asesinarlo.
Cuando se produjo la reacción popular por su muerte y emergió la imagen que sus acciones y palabras habían grabado en la conciencia popular, los guerrilleros debieron ver su enorme equivocación e intentaron una disculpa.
Monseñor antes que mártir había sido testigo; así lo pusieron en evidencia los numerosos testimonios, tan contundentes y claros que lograron romper el muro de fanatismo de sus asesinos.
Al leer en la edición anterior de Vida Nueva Colombia el relato de nuestro colaborador Óscar Elizalde, quedó patente que durante su ejercicio sacerdotal y episcopal monseñor Jaramillo fue testigo de la justicia, testigo del amor a los pobres y testigo de la esperanza.
Los testigos dan fe de lo que han visto y de lo que creen, por eso son unos convencidos con fuerza para convencer; y los que conocieron a este obispo, así lo proclamaron en una región en donde las amenazas y el miedo habían impuesto el silencio. Pero fue de tal magnitud la ofensa hecha a la verdad por los torturadores y asesinos, que si los feligreses no hubieran hablado, habrían gritado las piedras.
El hecho permitió, sin embargo, que se viera ese modo de actuar del episcopado cuando hace su trabajo pastoral de construcción de la paz. No es el trabajo aparatoso de los políticos, ni es la tarea llena de sutilezas de las ONG o de entidades internacionales; es, como todo lo que se mueve en las esferas del espíritu, un trabajo silencioso, constante y eficaz para cambiar los corazones antes de que se puedan revisar y modificar las estructuras.
Es lo que, después de muerto, encontraron los feligreses de monseñor Jaramillo. Por eso no pudieron callar, antes de que gritaran las piedras. VNC