Editorial

Almansa: con olor de oveja

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La muchedumbre que en junio de 1927 acompañó los restos del padre Almansa hasta su tumba no fue la misma que once años antes había celebrado sus 50 años de sacerdocio, el 27 de mayo de 1916. Aquellos mismos anfitriones lo acompañaron en su funeral. Pero esta vez al padre Almansa lo seguía una apretada muchedumbre convocada en afiches que desde las paredes clamaban: Bogotá invita a las exequias del padre Almansa.

Algún cronista destacó la presencia de una multitud de mujeres de los barrios populares, con ramos de flores en las manos y de un grupo de estudiantes que habían suspendido un desfile festivo y se habían unido al cortejo sin cambiar sus vestidos ni sus disfraces de fiesta.

¿Quién era este sacerdote que convocaba el afecto de ricos y pobres, de gentes de todas las edades, alrededor de su féretro?

Así como Francisco había representado a Asís, este humilde franciscano, Rafael Manuel Almansa, fue el icono de Bogotá, escribió su panegirista Fernando Galvis. “Tuvo el privilegio de conservarse niño”, exclama este autor al evocarlo. Con candidez de niño comentó un asesinato atroz que le comentaba un feligrés. Lo tomó de la mano y lo llevó ante la imagen de la Virgen para decir esta oración: “Gracias, señora mía, porque ni mi hijito ni yo hemos cometido un crimen tan tremendo”.

La misma inocencia es la que recordaron los que le oyeron decir en Parma, adonde había viajado a una congregación general de su comunidad, al pasar frente a un mal afamado cabaret y escuchar de su acompañante que este era un antro de pecado: “No, no, donde hay tanta luz no puede haber nada malo”. Desconcertó a los que en París le aconsejaron cambiar su viejo hábito remendado por uno nuevo: “¿Pa’ qué si aquí nadie me conoce?”. Ya le había dicho en Bogotá a un feligrés que se ofreció a renovarle su hábito descolorido: “¿Pa’ qué si aquí todos me conocen?”. El instinto formado por su sentido evangélico le había dado ese modo de vivir que sorprendió a los que fueron a hacer el levantamiento de su cadáver: lo encontraron durmiendo su último sueño sobre un jergón asentado sobre unas piedras.

Este hombre, de gran placidez, dicen sus hagiógrafos, “miraba con ojos de misericordia los yerros y debilidades de sus semejantes”. Tal vez por eso Eduardo Santos lo llamó desde su columna de El Tiempo en 1916: “refugio de pecadores”. Era la presencia viviente de la misericordia de Dios.

No es aventurado pensar que su canonización se hará para darles a los sacerdotes del mundo un modelo

Escuchaba a todos, de modo que su ermita de San Diego se convirtió en el epicentro de cuantos querían confiarle sus dudas y cuitas, seguros de encontrar, no un malhumorado juez, sino un hombre de misericordia. “En el padre Almansa la Providencia me deparó un guía y consuelo en los días más oscuros de mi vida”, escribió el presidente Marco Fidel Suárez.

El escritor Cornelio Hispano siempre recordaría “su rostro austero, paternal y dulce, espejo de un alma cándida”; en el banquete de sus bodas de oro sacerdotales, el escritor Antonio Gómez Restrepo señaló: “su raro privilegio de brillar en el centro de la sociedad y de estar, al tiempo, fuera de ella, muy cerca de los que sufren”; “sabía juntar en el redil lobo y cordero”, proclamó en sus versos J. Restrepo Riveros; “podía catequizar las aves y aleccionar los peces”, cantó Eduardo Castillo para acentuar su parecido con san Francisco de Asís.

Hoy, conocidas y celebradas las posibilidades de su beatificación, sorprende ver en él, como un luminoso anticipo, el modelo trazado por el papa Francisco para unos pastores con olor de oveja.

Pobre y sencillo; servidor de todos: los de arriba y los de la periferia; transparente como un niño; comprensivo y lleno de misericordia, el padre Almansa prefiguró el sacerdote que sueña el papa Francisco. No es aventurado pensar que su canonización se hará para darles a los sacerdotes del mundo un modelo, encontrado en la humilde ermita bogotana de San Diego, y para afirmar y reafirmar que sacerdotes como él son posibles y necesarios.