Editorial

Al encuentro de la esperanza

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estrella en un árbol de Navidad

EDITORIAL VIDA NUEVA | No importa cuánto tarden, siempre llegan estas fechas navideñas a motivar la paz y la fraternidad entre los hombres como entre los pueblos; no sin justicia se dice que “si algo bueno ha de suceder, debe suceder ahora”. Ese es el sentimiento que surge súbitamente en las conciencias del mundo occidental; un sentimiento forjado, no obstante, cada vez más por la publicidad y la mercadotecnia que por la religiosidad y la tradición de cuya esencia emanan.

Quizá precisamente por este tránsito de supuestos y principios, suele pensarse que todos los dolores y sufrimientos concluyen para dar espacio a su celebración, que toda guerra se suspende en el espíritu navideño y que la humanidad misma se encamina a la paz con gestos de alegría y generosidad.

Sin embargo, allí está la realidad; de pie, permanece interpelando al ser humano con sus rostros aún necesitados de auxilio y caridad; el mundo continúa exigiendo la paz que está en nuestras manos construir, aquella paz que implica una mínima proporción de buena voluntad y que no se puede hablar de ella mientras persista el sojuzgamiento de los pueblos, mientras existan naciones divididas o ciudades amuralladas, resistentes a todo diálogo. La paz –nos insiste la razón– solo puede ser verdadera y duradera si está enraizada en la justicia y la equidad.

Sin embargo, a lo largo del año que concluye, hemos sido testigos de no pocos dramas humanos que se replican en la cada vez más erosionada corteza de este mundo: hambre, guerra, injusticia, exclusión, desamparo y, el más terrible de todos, el desaliento, el cansancio de hacer esfuerzos por atender lo que la sociedad herida nos reclama.

El mundo continúa exigiendo la paz
que está en nuestras manos construir,
aquella paz que implica una mínima proporción
de buena voluntad y que no se puede hablar de ella
mientras persista el sojuzgamiento de los pueblos.

Todavía más, el fenómeno catastrofista del fin del mundo nos alcanzó nuevamente, ahora personificado de profecías mayas, pero con un cariz muy singular, potenciado y conducido por el egoísmo y el relativismo de nuestra época y que refleja miedo a perder lo propio e indolencia a que se pierda lo de los demás.

Estos dramas no solo provocan desazón y tristeza; dejan en el récord de la humanidad testimonios de nuestra falta de fraternidad, y más humillantes nos parecen si el sufrimiento de nuestros congéneres pudo ser evitado.

Es en este nivel de apremiante necesidad solidaria, la opción que los cristianos podemos y debemos participar al mundo: permanecer en el espíritu de la caridad y la esperanza. Debemos mostrar la posibilidad de que, a través de las más variadas expresiones de solidaridad, podemos conservar nuestro origen común y concreto; que, al reconocer en nuestra identidad un mismo espíritu que nos convoca a amar al prójimo, aun en los más diversos lenguajes somos capaces de abrazar a quienes, perdiéndolo todo, nos han encontrado en el camino.

Advertimos que este mundo se transforma y cambia continuamente; la ruina de las viejas estructuras nos debe provocar, más que temor, una alentadora oportunidad por ver resurgir moldes nuevos, nuevos lenguajes para mostrar la esperanza en las nuevas generaciones.

Pero, para esto, es requisito que recobremos el verdadero sentido de la esperanza; de lo contrario, nos sumamos a la corriente del tedio, del hartazgo o del fanatismo concluyente que no alcanza a tener fe en el futuro si el mundo no se adecúa a su doctrina particular.

Y la esperanza no se encuentra en el deseo simplón o ingenuo del que espera ilusionado a que todo se resuelva con un rotundo cambio de aire o con el tránsito de la noche vieja. La esperanza no es etérea; si es real, es visible y palpable, se halla en el hombre útil, en la humanidad activa, en sus frutos y sus obras; es una esperanza encarnada en la propia persona humana, que da aliento y ofrece el brazo para bregar contracorriente en la historia de sus desgracias, para llevar compasión al que sufre, no solo al inmovilizado por las carencias, también al pulverizado por los excesos.

La esperanza no es etérea;
si es real, es visible y palpable,
se halla en el hombre útil, en la humanidad activa,
en sus frutos y sus obras.

La esperanza, por tanto, no es la del hombre solitario; es del hombre solidario. “Quien tiene esperanza –ha escrito Benedicto XVI en su encíclica Spe salvi– vive de otra manera; se le ha dado vida nueva”, y la vive así con sus semejantes.

El camino del cristianismo, inaugurado en la fragilidad del ser y la precariedad de la circunstancia, nos ofrece al Niño del pesebre por toda esperanza, no tiene como destino la fantasía, sino la realidad, y es en ella donde, favorecidos por la comunión, aceptamos la pluralidad y la diversidad que nos animan a abrazar al prójimo en sus necesidades y su miseria, para poder escribir las páginas de nuestra vida en relación con lo humano y lo divino; para que, con sumo respeto y visión propositiva, señalemos con caridad la ausencia de justicia y reivindiquemos la plena dignidad humana como fin último de la esperanza.

Pero, ¿cómo recobrar la esperanza en un mundo que nos anima al catastrofismo, que en el hedonismo y el miedo nos ofrece su medicina y narcótico? Los futurólogos y los constructores de esperanza ofrecen recetas incuestionables para colocar un brillo en los ojos de sus clientes. Sus fórmulas, como la aritmética, trabajan con elementos controlables: fijar metas, tener actitud de responsabilidad, validar con nemotecnia los deseos más anhelados y trabajar sobre ellos hasta alcanzarlos. Los resultados, saltan a la vista: hombres y mujeres en actitud de suficiencia, orgullosa y temeraria, van por el mundo seguros de tenerlo todo como para no pedir ni amor al mundo ni piedad al cielo.

Por otra parte, el mensaje del Dios encarnado nos da la esperanza de pensar la reconstrucción del mundo, si desde la labor y entrega cotidiana de los cristianos se injerta el Evangelio en sus estructuras temporales, y si la terca buena voluntad resiste el pesimismo e insiste en transformar los indolentes corazones.

A mediados de este año, el joven poeta escocés William Letford presentó su poema Toda línea es imaginaria para cerrar el proyecto World Written, que conjugó los esfuerzos poéticos de todos los países del mundo en torno a la gesta deportiva olímpica de Londres, símbolo de la fraternidad entre las naciones. En él, Letford dice sobre un atleta que trabaja, lucha y se esfuerza por alcanzar una meta: “Desearía que él, ya de antemano supiera, que toda línea es imaginaria, que el truco está en no parar”.

Deseemos, para el año que comienza y la historia que continúa, lo mismo.

En el nº 2.829 de Vida Nueva.

NÚMERO ESPECIAL NAVIDAD–FIN DE AÑO 2012