Editorial

Ahuciadora Navidad

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EDITORIAL VIDA NUEVA | Tristemente, estamos en época de desahucios. El Diccionario de la Lengua Española ofrece esta definición del término: “Deshaucio. m. Acción y efecto de deshauciar, despedir a un inquilino”. Y, tirando de las etimologías y referencias, nos encontramos con esta constelación de términos relacionados: “Deshauciar. (De des- y ahuciar) tr. Quitar a alguien toda esperanza de conseguir lo que desea. Ú. t. c. prnl. || 2. Admitir los médicos que un enfermo no tiene posibilidad de curación. || 3. Despedir el dueño o el arrendador al inquilino o arrendatario mediante una acción legal”. “Ahuciar (De a- y hucia) tr. Esperanzar o dar confianza”. “Hucia (Del lat. fiducia, confianza). f. ant. Fianza, aval, confianza”.

Todos ellos hacen relación a cosas y casos muy diversos, pero con un denominador común cargado de dolor y sufrimiento, de exclusión y abandono, de condena a la desesperanza y al sinsentido.

En su forma verbal, significa cosas tan fuertes y dolorosas como quitar a alguien toda esperanza (de algo deseado), negar toda posibilidad (de vida), despedir a alguien (de un techo).

Como sustantivo, es una acción y un efecto. Como acción, es el acto positivo de poner a otro ser humano en esas situaciones. Y, evidentemente, implica que tiene que ser producido, llevado a cabo por un agente, otro ser humano que realiza activamente ese acto de despojar a otro. Y todo ello, en la mayoría de las ocasiones, mediante una acción legal.

Pero es también un efecto, es decir, al final hay alguien que queda desposeído de esperanza, privado de soluciones para seguir viviendo o reducido a la condición de “sin techo” o excluido.

¿Qué pudo sentir José, cuando el posadero le dijo:
“A pesar de vuestra situación de forasteros necesitados,
a pesar del embarazo de tu mujer,
para vosotros no hay sitio entre nosotros”?

Son los que Juan Carlos Rodríguez, al presentar en estas páginas la exposición Figuras de la exclusión que ha organizado el Museo Nacional de Escultura de Valladolid, llamaba “los habitantes del margen”, esos que ven “la historia desde abajo”, los “pobres, enfermos, mendigos, huérfanos, desterrados, judíos, herejes, indígenas, mártires, místicos, ermitaños, vírgenes, monjas, prostitutas, concubinas”, los “inútiles del mundo” y para el mundo.

Los medios de comunicación recogen los casos más llamativos de resistencia a la ejecución de desahucios. Lo que no recogen, salvo con la anónima frialdad de las estadísticas, son los numerosos casos de desahucio que sí se llevan a cabo “mediante una acción legal” desde la implacable lógica de no haber podido cumplir un contrato. Tampoco nos hablan de los sentimientos de las personas que cada día reciben la dolorosa “nueva” (nada “buena”) de que su situación no tiene solución o su enfermedad no tiene cura. Ni tampoco se nos informa de cómo la desesperanza se va instalando en el corazón de tantos jóvenes y no tan jóvenes, a los que la crisis va condenando a la falta de horizontes.

¿Qué sentirá esta gente que habita los márgenes? ¿Qué pudo sentir José, cuando el posadero le dijo: “A pesar de vuestra situación de forasteros necesitados, a pesar del embarazo de tu mujer, para vosotros no hay sitio entre nosotros”? (cf. Lc 2,7) ¿Qué pudo sentir cuando tuvo que habilitar mal que bien un pesebre para su mujer y el hijo que esperaban? ¿Cómo se desenvolvió en condiciones tan precarias? ¿Cuáles fueron sus problemas, sus dificultades, sus sueños rotos, sus rabias, sus
desesperanzas? Tal vez no fueran muy distintos de los de tantos hombres y mujeres de hoy en situaciones parecidas.

Sería mejor poder hablar de Navidad diciendo otras cosas, las usuales de la alegría y de los deseos de plenitud, de las risas y las luces, de las celebraciones de las familias que no están desahuciadas en ningún sentido, porque tienen techo bajo el que reunirse, están llenas de salud y no les faltan expectativas y medios para enfrentar el futuro. Esas familias de los anuncios, que, por otra parte y curiosamente, responden tan de cerca al prototipo familiar del imaginario cristiano.

Este año más que otros, los cristianos
tendríamos que ir contracorriente,
no engrosar el grupo de los que desahucian,
desaniman, quitan vida y posibilidades a los débiles.

Sería mejor que no existieran esas situaciones. Sería mejor no tener que mirarlas. Sería mejor poder ceder sin mala conciencia al “tan necesario” descanso de unos días, a la tan conveniente diversión merecida, al legítimo deseo de un reposo, al menos por un momento. Y si todo ello viene “envuelto” en el complemento de una tradición religiosa que nos invita a ello y lo justifica, porque “Dios nace de nuevo”, mejor que mejor.

Pero, este año más que otros, los cristianos tendríamos que ir contracorriente, no engrosar el grupo de los que desahucian, desaniman, quitan vida y posibilidades a los débiles. Tendríamos que ser de los que no cejan en el empeño de ahuciar, de dar esperanza y confianza, abrir posibilidades y horizontes a tanta gente sufriente como nos rodea.

Solo tenemos un motivo para ello. En el fondo, si quitamos los oropeles y las falsas justificaciones de la fiesta, lo que los creyentes celebramos es que Dios viene a compartir nuestra vida; que el Dios-hombre que nace, es un Dios ahuciador, que confía en nosotros y a nosotros se confía, que genera esperanza a nuestra humanidad necesitada, que ofrece horizontes y techo a todos.

Y si el Dios que nos visita es así, los que decimos que queremos acogerlo tendríamos que ser así. Tal vez este año sea bueno sustituir el tan ambiguo y manido “Feliz Navidad”, por aquello que hace ya años Enrique Dussel le decía a Marcuse, cuando este proponía con gran éxito su utopía de una sociedad de la abundancia emancipada y lúdica: “Mientras un solo niño [el de Belén y todos los demás] siga llorando, aquí nadie tiene derecho a reír ni a jugar”.

Ahora sí, feliz y ahuciadora Navidad.

En el nº 2.782 de Vida Nueva. Número especial Navidad–Fin de año 2011