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Portada Donne Chiesa Mondo enero 2019

Reformas, no revoluciones

No es necesaria una revolución para dar a las mujeres el lugar que merecen en la Iglesia, no es indispensable concederles el sacerdocio, ni siquiera el tan anhelado, pero al mismo tiempo temido, diaconado. Basta con un poco de valor y la capacidad profética de mirar al futuro con ojos positivos, aceptando cambios que muchas veces ya han sido inscritos en el orden de las cosas. En este número de Donne Chiesa Mondo intentamos proponer cambios que podrían ser implementados ahora mismo, sin tocar dogmas o códigos de derecho canónico. Siguiendo también las sugerencias delineadas en el Sínodo sobre los jóvenes por el cardenal Marx.

El Código de Derecho Canónico de 1983 abre a los laicos –y por tanto a las mujeres– a muchas posibilidades de participación institucional, aunque a la hora de la verdad, es necesario superar la resistencia de aquellos que, sin razón ni apoyo legal, intentan excluirlos de los roles más importantes. En este caso, como en muchos otros, los impedimentos consisten únicamente en la negativa de muchos a hacer realidad una paridad, en teoría reconocida y aceptada, pero que nunca se aplicaría concretamente.

Ciertamente, un obstáculo no insignificante para la práctica de esta igualdad radica en la disparidad en la preparación cultural de las religiosas en comparación con la reservada a los religiosos y a los sacerdotes. ¿Quién diría hoy que a principios del siglo XX las religiosas fueron de las primeras mujeres que se graduaron en las universidades públicas, que enseñaron en sus escuelas, que fueron las primeras en abrir cursos para enfermeras y escuelas de maestría para niñas? Pero desde el vanguardismo las religiosas se quedaron en la retaguardia.

Las mujeres –y en particular las religiosas– ya pueden ser invitadas a participar en muchos organismos, incluyendo el Consejo de cardenales establecido por Francisco exactamente un mes después de su elección, o también a hablar en las congregaciones que preceden al cónclave. Las organizaciones religiosas existentes, que eligen a sus representantes, pueden convertirse en interlocutores válidos de las instituciones eclesiásticas, ser consultadas en el momento de las decisiones y escuchar sus experiencias. Es preferible que la presencia femenina en la Iglesia sea la libremente expresada por las asociaciones, en lugar de la práctica actual de elegir figuras femeninas individuales por la jerarquía. Así se evitaría una relación paternalista hacia las religiosas y una selección que corre el riesgo de recompensar no a los más competentes, sino a las más obedientes.

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