Una voz en el desierto


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Como en los tiempos de los profetas bíblicos, monseñor Héctor Salah Zuleta clama en el desierto de La Guajira; denuncia el día de Nuestra Señora de los Remedios en una catedral llena de devotos, entre ellos destacados miembros de la clase política nacional y local, pero nada pasa.

Cuando reunía datos para esta página me llegó la noticia de la muerte de Elián Epinayu, de dos años. Murió de hambre porque sus padres no tenían cómo alimentarlo. La misma historia cuenta, desolada, la madre de Ángela María Epieyú, de un año. Murió de hambre. Y hay otros 897 niños en situación de desnutrición. Ya han muerto en La Guajira 7.000 niños y también están en peligro las madres gestantes por la misma razón, pero en La Guajira todo sigue igual.

Al departamento le han entrado regalías por 4 billones. ¿Dónde están? ¿Qué obras de beneficio común se han hecho? ¿Dónde están las escuelas, los caminos, los centros de salud, los restaurantes escolares? ¿Qué se hicieron los 2.217 millones de Bienestar Familiar para la alimentación de los niños?

Javier Rojas Uriana, representante de la asociación Shipia Wayuu, de Manaure, no lo duda: “la plata se la han robado toda”. Es lo que dijo el obispo Salah en la catedral ante la clase política: “La mayor calamidad de La Guajira no es la muerte de los niños o la falta de agua, ni el cierre de la frontera, la mayor calamidad es la corrupción de gran parte de la clase política que ha aprovechado para su beneficio recursos con los que se hubieran solucionado las otras calamidades”.

El mecanismo del robo es conocido: para salvar las apariencias el político presenta una ONG de bolsillo, una unión temporal, un consorcio, se trata de un tercero que le paga comisión al político y que, a su vez, subcontrata con los que se las arreglan para obtener la mayor ganancia posible, en el colegio, en el restaurante escolar, en el servicio de alimentos para los bebés; así el dinero ha ido a parar a las manos de clanes familiares, dueños de la política y de los grandes negocios de la región.

Son políticos que, ante el dilema de salvar unos votos o salvar un niño, prefieren los votos y el negocio con los dineros públicos.

La denuncia profética del obispo Salah y la campaña noticiosa de la prensa volvieron los ojos del país hacia el vergonzoso drama de los niños que mueren de hambre y movilizaron los estamentos oficiales de modo que el ministro de salud se comprometió a instalar 30 equipos integrales para servir a 30 mil familias; el director de la unidad de control de riesgo, a su vez, ofreció la atención a 60.000 familias; a Maicao llegaron 10.000 paquetes de ayuda y un desfile de 62 carrotanques que repartieron 7 millones de litros de agua e hicieron sentir que el Gobierno se acordaba de los guajiros. Pero después de todo ese despliegue todo tiende a ser igual porque el alma de la clase política ávida e insensible no ha cambiado.

Son hijos de una cultura que legaliza lo ilegal. Crecieron viendo como natural el contrabando de gasolina, el de armas, el de marihuana, el de coca, que es el modo de vida a lo largo de sus 430 kilómetros de costa.

Le oímos decir a monseñor Salah que tiene que renunciar el año entrante, por edad, “pero el obispo que venga y el presbiterio tienen que seguir la misma labor de denuncia” porque si no es la Iglesia tendrán que hablar las piedras.

Hay 10.000 estudiantes en colegios diocesanos; eran 40.000 hasta que llegaron los políticos a aprovecharse de la educación que convirtieron en su negocio. Así, el cambio que comenzaría en las mentes de las nuevas generaciones, los políticos también lo están impidiendo. El obispo, sin embargo, sigue predicando en el desierto y construyendo su propia institución educativa sin la ayuda oficial que le llegaría si cediera a pagar comisiones, una práctica que descarta porque, dice: “la paz territorial tendría que traducirse en que no habrá corrupción”.