Un milagro por amor de Dios


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Por falta de un milagro, un hombre santo como el  papa Inocencio XI no fue canonizado, ni lo será. Fue beatificado dos siglos y medio después de su muerte y así se quedará sin que a nadie le importe. Esta historia y la de una larga lista de candidatos a la canonización que jamás serán venerados como santos por falta de un milagro, es un tema de especialistas que están poniendo en duda el buen sentido de las normas de la Congregación para  la Causa de los Santos que exigen milagros probados para darles el paz y salvo a los candidatos a santos.

Mientras los devotos de la madre Laura y del padre Marianito lamentan el estancamiento de sus causas de canonización por falta de un milagro, las miles de placas que cubren la tumba de Omaira Sánchez en Armero, proclaman los milagros de esta pequeña a quien la piedad popular ha canonizado antes que se ponga en marcha cualquier clase de proceso eclesiástico.
El hecho recuerda los primeros días del canon de los santos, cuando los inscritos en sus páginas habían sido proclamados públicamente por la comunidad de los creyentes. Para esos primitivos cristianos no era necesario trámite alguno, ni milagros probados científicamente, porque bastaba el veredicto de cuantos habían sido testigos de una vida ejemplar.

Cuando ese proceso de verificación cambió y la comprobación de la santidad de alguien se hizo depender del desarrollo de un proceso judicial y de la certificación científica de unos milagros, la fábrica de los santos comenzó a tener problemas de calidad.

Fue el propio cardenal Ratzinger quien puso el tema en abril de 1989 al comentar que una canonización está vinculada a circunstancias tan fortuitas como que la causa cuente con el dinero y la actividad de una congregación religiosa que acelerará el proceso y el camino de su candidato a los altares será despejado y llano, como ya ha ocurrido con numerosos santos de los últimos tiempos. En cambio, decía el cardenal “los amigos de un padre o una madre de familia  no pueden reunir los testimonios sobre la santidad de un individuo con tanta facilidad como la orden religiosa”. “Me parece legítimo preguntar si los criterios vigentes hasta ahora no deben completarse con nuevas prioridades”. En efecto, en los cánones de santos aparecen inscritos muchos en los que la santidad no es tan cierta como la eficacia y los recursos de la congregación religiosa para acelerar el proceso.

A la dudosa naturaleza de los trámites judiciales se agrega el discutible recurso a los milagros para probar santidades.

La Congregación para las causas de los santos no tiene una respuesta convincente para el hecho de que milagros que sirvieron de sustento a causas de canonización de siglos pasados, hoy no tendrían aceptación científica, de modo que lo que entonces se mostró como prueba de la intervención divina fue solamente una demostración  del atraso científico de los médicos que certificaron esos hechos como milagrosos.

Una prueba tan endeble tendría que revisarse para dar lugar a “unas nuevas prioridades encaminadas a  colocar ante los ojos de la cristiandad aquellos personajes que, más que nadie, hacen visible la santa Iglesia, en medio de tantas dudas acerca de su santidad”. Así se expresaba el cardenal Ratzinger en una entrevista publicada el 30 de mayo de 1989.

Y ¿cuáles deberían ser esas prioridades? Las causas de los santos progresarían retrocediendo a las prácticas iniciales. ¿No es, acaso, lo que se ha visto en el caso de la madre Teresa? En un mundo en el que malviven 2 mil millones de pobres tiene que ser evidente, como una luz en lo alto de una montaña, una mujer que encarnó el amor de Dios hacia los más pobres. Ese amor es un milagro más elocuente que las curaciones y prodigios. El amor heroico por los pobres siempre brillará como una milagrosa presencia de Dios en el mundo, que ninguna ciencia humana podrá invalidar ni explicar.

Desde luego, esto supondría una nueva definición de milagro que no mantenga la dependencia respecto de los criterios siempre cambiantes de la ciencia y que se funde en la demostración de que el  amor de Dios se mantiene vigente, acampado entre los hombres.

En el nº 17 de Vida Nueva Colombia.