Tú no estás vivo, estás muerto


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No es fácil crecer con capacidades diferentes a las de la moda poblacional, es decir distintas a las de la mayoría de la población. Poco importa la semántica que utilices para colocar ese hecho en relación a dicha moda matemática, si a la izquierda o a la derecha de la misma, arriba o abajo, por delante o por detrás. La realidad última es que percibes el mundo de un modo que, a ojos de quienes te rodean, es único. Lo que dices o haces es acogido a medias o no acogido en absoluto; o no interesa o interesa pero no se comprende.



En ese contexto nos movemos mi hijo y yo. Nuestras preocupaciones e intereses vitales, salvando la correspondiente distancia generacional y evolutiva, son muy parecidos.

Estaba yo en la cocina ocupado en limpiar lo que había quedado en el fregadero de la noche anterior y oía cómo él jugaba en su habitación. Como tengo una audición deficiente, cada poco tiempo dejo lo que estoy haciendo en ese momento y me coloco a una distancia menor para asegurarme de que todo sigue en orden, que no ha decidido montar un nuevo lío propio de la etapa infantil.

Sumido él en su juego de crear historias utilizando muñecos y vehículos, escuché como un personaje le decía a otro: “¡Estoy vivo! ¡Estoy vivo!”, mientras que aquel le respondía: “Tú no estás vivo, estás muerto”.

¿Qué estaría pasando?

Sentí mucha curiosidad por el tipo de relación que se habría establecido entre esos dos personajes y por el contexto situacional en el que un muñeco necesite decirle a otro que en realidad está vivo. ¿Qué estaría pasando? Jamás lo sabré.

De regreso a la cocina y tras anotar la frase en la pizarra magnética para no olvidarla, le di algunas vueltas a sus palabras. Como la rutina diaria no me permite abrazar largos períodos de reflexión, aparqué mis pensamientos y continué con la siguiente actividad.

Ahora la recupero y me parece que hay muchos matices de realidad que puedo extraer de ella.

En primer lugar, me sigue sorprendiendo cómo un niño de tres años y medio arrastra a sus juguetes a discusiones sobre la vida y la muerte que implican moverse en terrenos del pensamiento no tan absolutos como ‘pumba, un coletazo, otro villano derrotado y, hala, a otra cosa mariposa’.

Como fuere, a la moda o no de sus contemporáneos, en su inmaculada percepción del mundo -–inmaculada por inocente, no por perfecta– caben los medios tonos, la reversibilidad de procesos tan complejos como el de la muerte. Algo que, aún compartiendo ciertos patrones neuronales con él, a mí a veces se me escapa.

Quizás estoy desgastado. Tal vez forzar mi natural resiliencia viendo fracasar un proyecto tras otro haya marcado la retina de mi corazón y por eso, a mis 38 años, me cueste muchas veces encontrar la Buena Noticia entre los rescoldos de la cotidianeidad.

A veces me maravilla la absoluta certeza y credibilidad con la que viven su fe muchas fieles, a mi alrededor y en otras latitudes. Se expresan con la absoluta convicción de que Dios está con ellas, en sus palabras y obras.

Pero yo dudo.

Me siento solo.

Tengo miedo.

Y, en ocasiones, hasta descreo.

Aun con todo trato de seguir sintiéndome discípulo y camino hacia adelante, aunque muchas veces no sepa adónde es delante. ¿Acaso equivoqué el desvío y estoy viviendo en círculos?

Me veo a mí mismo como ese dinosaurio –o lo que fuera– que, en manos de mi hijo, gritaba: “¡Estoy vivo! ¡Estoy vivo!”. Mientras tanto, aquellas personas que viven su fe sin dudas y con una reglamentaria sonrisa me gritan: “Tú no estás vivo, estás muerto”.

En la fe también se manifiesta lo que en psicología se conoce como ‘efecto de Dunning-Kruger’, por el que las personas más incompetentes ignoran que lo son y se expresan y viven con un convencimiento absoluto de lo que saben y creen, por erróneo que sea en realidad.

Sin embargo, fuera de ese efecto hay una gran cantidad de fieles creídas y convencidas, formadas y coherentes, que me dan pistas sobre lo que implica seguir los pasos de Jesús. Ellas también sufren y eso no les frena.

Recurro a Pablo de Tarso en su segunda carta a los Corintios y su capítulo seis me interpela. San Pablo dice ser un “auténtico ministro de Dios que lo soporta todo” (2Co 6, 4).

Visto lo visto y leído lo leído, Pablo debía gozar de una grandísima resiliencia que le permitía salir de un bache para entrar en el siguiente.

¿Y yo qué, me quedo cabizbajo lamiendo mis propias heridas? A veces parece que en mi corazón no cabe más tristeza que la mía, de manera que no hay espacio para la de nadie más. Pero, si reflexiono, me doy cuenta de que cuando el estómago se queda pequeño se ensancha; si los intestinos se quedan cortos, se hacen más largos. ¿Le podrá pasar lo mismo a mi corazón? Cuando las emociones lo saturan, ¿acaso no se adaptará para que quepan más?

“Unas veces nos honran y otras nos insultan; recibimos tanto críticas como alabanzas; pasamos por mentirosos, aunque decimos la verdad; por desconocidos, aunque nos conocen. Nos dan por muertos, pero vivimos; se suceden los castigos, pero no somos ajusticiados” (2Co 6, 8-9).

Ojalá las palabras de Pablo traigan Buena Noticia a mi día a día; para que, a izquierda o derecha de la moda matemática, sepa transmitir la verdadera transformación evangélica.

Yo grito: “¡Estoy muerto! ¡Estoy muerto!”.

A lo que Jesús responde: “Tú no estás muerto, estás vivo”.