Tarjeta roja para el mundial de Brasil


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Para los pobres de Brasil el futbol no lo fue todo ni fue lo primero. Así lo comprobaron los millones de turistas y de televidentes de todo el mundo para quienes, durante el mundial, el futbol sí lo había sido todo y lo primero. Muchos fanáticos gastaron enormes cantidades de dinero y de tiempo para estar allá, siguiendo el juego en vivo y sintiendo la energía de los estadios llenos a reventar. En la agenda de estos aficionados, el futbol estaba en el primer lugar.

En Colombia el Congreso dejó de funcionar porque un número considerable de congresistas había viajado al mundial; las juntas tuvieron un paréntesis, lo mismo que las clases; por la misma causa, familias enteras se dieron vacaciones para atender al llamado de las canchas.

Pero allá, cerca de los estadios y haciendo un contraste estridente y acusador, estuvieron los pobres con su hambre a cuestas o su desempleo o con sus bajos salarios o con su necesidad de una vivienda digna. Tradicionalmente los pobres fueron los más entusiastas. En el largo tiempo de las dictaduras, el deporte los había acallado y los militares se habían valido del futbol como un milagroso calmante para la rebeldía popular.

En un revelador video, Lucio Castro, un periodista brasileño, denunció los regímenes militares que manipularon los campeonatos de futbol y el prestigio popular de jugadores como Pelé, para detener la indignación popular y para convertir el deporte preferido por las masas populares en una engañosa fachada de sus crímenes y abusos.

El fanatismo de las masas

Cuando la afición al deporte fanatiza a las personas hace de ellas instrumentos que los políticos manejan a voluntad, sea para las acciones violentas de las barras bravas, sea para su explotación comercial, como está sucediendo con los innumerables campeonatos locales, regionales, nacionales o mundiales. En cualquiera de estos casos el deporte y la fiesta al aire libre son lo de menos; el enceguecimiento y maleabilidad de los fanáticos es lo de más, porque así las masas, a las que el fanatismo ha dejado sin capacidad de razonamiento, pueden ser eficazmente manipuladas. Poca diferencia pone que el manipulador sea un banquero, un empresario, un mafioso o un dictador militar: la indignidad es la misma: el aficionado convertido en comprador compulsivo de camisetas, uniformes, zapatillas, balones o figuritas para un álbum; o en alguien capaz de la ridiculez macabra de ordenar que su cadáver y su féretro vayan envueltos en la bandera de un equipo.

Pero estos están comenzando a ser otros tiempos en que lo primero es lo primero. Y el futbol deja de ser prioridad para quien se siente excluido y hace cuentas de los goles que meten la corrupción y la injusticia alineadas en el mismo equipo tramposo. Sienten que es una trampa que se inviertan 21.860 millones de pesos en construcciones deportivas hechas de afán y 3.805 billones de pesos en infraestructura requerida por la oleada de turistas llegados para el Mundial, mientras se han mezquinado las partidas para educación o para generar empleo. Esas cifras muestran el carácter de engaño de todo ese maquillaje exhibido ante la opinión mundial. Los colectivos que han mantenido su protesta al lado de la fiesta del balón denuncian los presupuestos inflados que presentan los contratistas favorecidos por las fechas perentorias del mundial, y los plazos negociados, como apéndices de la trampa. Como bien se sabe, la corrupción no solo es el impuesto que grava a toda la población sino la enfermedad moral de toda esa sociedad que deberá absorber sus consecuencias: desaparición de la confianza y quiebra de las normas que hacen digna y humana la vida social.

El juego limpio de la justicia social para todos está antes que la corrección en las canchas

También es trampa que se quiera dar la apariencia de que el país celebra su prosperidad con el esplendor de feria de unos juegos que todo el mundo contempla hipnotizado, mientras la vida de millones transcurre entre la miseria y la desesperanza.

Tal ha sido el mensaje de los que han montado su mundial paralelo, como lo llamó Óscar Elizalde en su crónica de la edición pasada. Y de las protestas de hoy puede quedar como legado para mañana una más viva conciencia social capaz de revelar un orden de prioridades en que el juego no sea lo primero y la dignidad de todos encabece las agendas.

El partido entre el futbol y la justicia social quedó sin definirse en el mundial. Pero sigue ahí, pendiente, en la cancha más grande del mundo.