¿Se puede blasfemar contra Dios?


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El pasado 12 de noviembre, la cantante Lola Índigo –quizá más conocida por muchos por una campaña publicitaria de ropa interior y de baño en las marquesinas de los autobuses– celebró un concierto en Sevilla. Tras unos problemas de sonido en la primera canción, la cantante, según la crónica de ‘El Mundo’, tomó la palabra y dijo ante los asistentes: “He tenido que hacer un 2 x 1, porque no iba bien el sonido. Pero quiero que sepáis que a nosotros no nos paran ni con veinte cortes de luz, ni con siete camiones, ni con ocho mil tanques de guerra. ¡A nosotros no nos para ni Dios!”. Prueba de que la expresión resulta demasiado fuerte es que en la crónica de este mismo concierto del diario ‘ABC’ se lee otra transcripción: “A nosotros no nos paran ni con veinte golpes de luz, ni con diez mil tanques de guerra. ¡No nos para nada ni nadie!”.



Sin entrar en la literalidad de los términos, lo de “a nosotros no nos para ni Dios” suena a blasfemia, conforme a la definición de la RAE: “Palabra o expresión injuriosas contra alguien o algo sagrado”. Una blasfemia que, de todas formas, parece estar más cerca del “¡sujétame el cubata!” de cualquier parroquiano un tanto perjudicado –al menos en el tono bravucón– que del “prometeísmo científico” de años atrás, como el que, según Sylvia Caldwell –una de las supervivientes del hundimiento del Titanic–, le dijo uno de los integrantes de la tripulación a propósito de la seguridad del barco: “Sí, señora. Ni Dios podría hundirlo”.

En la Escritura, sin duda encontraremos expresiones que ponen de relieve la omnipotencia divina. Nada escapa a su dominio, ni siquiera el mal. Por eso podemos leer algo tan paradójico como: “Yo doy la muerte y la vida, yo causo la herida y la sano” (Dt 32,29). Pero también podremos contemplar cómo, por ejemplo, el Dios de Jesús –el Padre– deja que blasfemen contra él cuando calla ante la muerte del Hijo en la cruz, la injuria definitiva, según las medidas humanas.

Herir sentimientos

Tenemos libertad para decir lo que queramos, aunque eso signifique herir los sentimientos de los demás. Pero, al igual que sucede con el insulto, podemos pensar que “no blasfema el que quiere, sino el que puede”. Por eso es bueno tener conciencia siempre de nuestros límites, sobre todo para no hacer el ridículo.