Lutero: otra mirada


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El nombre de Martín Lutero era lo más cercano a una mala palabra, lo mismo que sus derivados. La Iglesia de entonces lo consideraba su enemigo y el promotor de un doloroso cisma. No hay que agregar que los luteranos correspondían con la misma moneda.

Aires nuevos, de comprensión y tolerancia, se respiraron durante el Concilio Vaticano II. Recuerdo el ambiente de novedad con que se vio una ceremonia ecuménica durante la Asamblea Episcopal de Medellín en 1968, en las instalaciones del seminario. Pero fue algo pasajero, en los días siguientes prosperaría la idea de que las reformas ecuménicas estaban muy bien para las iglesias europeas pero no para Colombia, que era algo diferente.

Son antecedentes que permiten entender la magnitud del paso que ha dado el Papa en su reciente visita a Suecia para la conmemoración de los 500 años de la reforma de Lutero.

Si hace 500 años la división comenzó con el pedido de reforma de una Iglesia que, como dijo Francisco en su entrevista a La Civiltà Cattolica, “en aquellos tiempos no era ejemplo para nadie”, hoy la unión que el Papa busca tiene como fundamento la aceptación de que la Iglesia siempre tiene que ser reformada.

Hubo aplausos en el diálogo que el Papa sostenía con jóvenes luteranos cuando, sobre el hecho de que la Iglesia debe reformarse, él subrayó la palabra “siempre”. Hay la persuasión de que en los cinco siglos que han pasado la Iglesia de Roma ha sido renuente a aceptar sus errores y pecados y la necesidad de reforma.

Es, por tanto, una rectificación histórica la afirmación de que las intervenciones de Lutero no estaban erradas. El autoritarismo eclesiástico había logrado distraer la atención fulminando anatemas y condenas contra Lutero y sus seguidores. Como dijo Francisco: “el futuro ecuménico no depende de anatemas ni condenas sino de la comprensión y la fe compartida”.

La Iglesia Luterana comprendió que su relación con los católicos había cambiado cuando le oyó decir al Papa que ahora correspondía orar conjuntamente y luego trabajar unidos por los pobres, los migrantes, por los débiles del mundo. Si el gran motivo de la división había sido un asunto como el de las indulgencias que Roma vendía, hoy la unión de las iglesias comienza con el escándalo evangélico de utilizar los dineros no para poder, ni para consolidar poder alguno, sino para servir a los más necesitados porque, afirmó Francisco: “la misericordia nos une”.

También los santos. Inesperadamente el Papa se refirió a los santos del catolicismo y de la Iglesia Luterana, como los grandes reformadores. “Ellos siempre mostraron la diferencia con el testimonio de sus vidas; fueron el referente”. Aprovechó Francisco para poner sobre la mesa un tema que otras veces había subrayado: el proselitismo como pecado y como uno de los grandes obstáculos para la unión. Lo llamó “veneno contra la unidad”.

En cambio, con el énfasis que sabe darles a sus ideas centrales, el papa Francisco señaló el deber de dar testimonio, o sea, compartir la fe y transformar la vida, en vez de distraerse en una guerra sorda de los que buscan convencer a los prosélitos. Utilizó uno de los profundos pensamientos de Benedicto XVI, al responder a los jóvenes luteranos: “la Iglesia no crece por proselitismo sino por atracción”.

Con un atraso de cinco siglos, lo hizo notar Francisco, se le está reconociendo a Martín Lutero el gran aporte de poner en las manos del pueblo la Palabra de Dios. Hoy las cosas han cambiado, aunque no del todo. Así se manifestó cuando se mencionó la posibilidad de la intercomunión entre luteranos y católicos, que fue objeto de rechazo entre jerarcas católicos, a pesar del ambiente de aceptación con que esa propuesta fue recibida. Aunque se esperaba que este sería el más contundente gesto de acercamiento, después de la visita papal, aún se espera un gesto en ese sentido. Pero el proceso de acercamiento ya se ha puesto en marcha. Ya el nombre de Lutero dejó de ser una mala palabra y los trabajos conjuntos en favor de los más pobres acercan a unos y a otros a la esencia y alma de la Palabra de Dios.