Los poderosos ladrones de tierras


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Dentro de 20 años o más, muchos de los que figuran como dueños de tierras en Urabá o en el Chocó tendrán tanta dificultad como los de hoy y los de ayer para probar que sus tierras no son robadas. No servirán como prueba las firmas y los sellos de los notarios ni las afirmaciones perentorias de los registradores ni los certificados de los alcaldes, porque son tantas las trampas, tan variados los trucos de los tinterillos y tan falsos los papeles oficiales, que nada podrán contra los testimonios vivos de las víctimas de los saqueos, los atentados y las amenazas con que muchos fueron expulsados de sus tierras a sangre y fuego.

La de la propiedad de la tierra en Colombia es una historia de abusos y arbitrariedades de los poderosos. Esta historia se extiende desde ese gran despojo que hicieron descubridores y conquistadores, cuando los primeros habitantes de este continente fueron a la vez descubiertos por los recién llegados y privados de sus derechos como personas.

La tierra se convirtió en el botín de los guerreros. “Los motivos políticos fueron una mampara”, explica el historiador David Bushnell, “un terrateniente codicioso podía atropellar a campesinos del partido opuesto con el fin ostensible de usurpar las tierras”. Otro historiador, Daniel Pecaut, cita a los fundadores de las Farc cuando explicaban la razón de su combate revolucionario: “esperamos, ante todo, la recuperación de las tierras”.

Así ha sido hasta nuestros días en que se ha convertido en fórmula sacramental que la tierra no es de sus dueños sino de quien la necesita para hacerla productiva y para impulsar la economía. Con esa fórmula un ministro de agricultura decidió que las tierras de Carimagua, que debían ser para que la sociedad pagara su deuda con los desplazados, se les entregaran a grandes empresarios agrícolas, capaces de la gran producción; y las tierras de los llanos que, por ser de la nación tenían como destinatario natural al campesino pobre, se les entregaran a empresarios del Valle, con todos los retorcidos argumentos de unos abogados caros.

Del lado de las víctimas

En todo esto pensaba al escuchar al padre Alberto y a la hermana Cecilia de Justicia y Paz, en la entrevista que aparece en esta edición (páginas 40-41). Ellos les dijeron pan al pan y ladrones a los ladrones. Puestos del lado de las víctimas, saben sin duda alguna quiénes son los victimarios y cuáles son sus armas de despojo. Apoyados por algún partido político, a la sombra de algún poderoso líder, con la complicidad de militares, notarios, registradores, de algún alcalde y de matones pagados, los ladrones de tierras han hecho, y siguen haciendo, su propia reforma agraria. ¿Hasta cuándo?

Los ladrones de tierras siguen haciendo su propia reforma agraria

En 1958 los obispos colombianos vieron claro: “una condición indispensable para retornar a la tranquilidad del orden y la paz es que a todas estas gentes desalojadas de sus tierras y de sus hogares, se las restablezca con las debidas garantías en el goce de lo que antes poseían”. Dos años después la Conferencia Episcopal volvió sobre el tema: “La reforma agraria es hoy una de las necesidades más apremiantes del país”. En ese momento aconsejaron “expropiar los fundos que se han de parcelar”. Para ellos esa restitución de lo robado era “una imperiosa necesidad”.

El presidente Carlos Lleras Restrepo, al urgir la aprobación de la ley de Reforma Agraria, lo dijo con franqueza: “si no hacemos la reforma agraria nos lleva el diablo”. Esto es lo que está apareciendo bajo la figura del ejército antirrestitución que condena a muerte a los líderes que reclaman la devolución de las tierras robadas a los campesinos.

Visto desde una perspectiva pastoral, este hecho está revelando que es fácil que estos ladrones de tierras acudan a los sacramentos: hacen bautizar a sus hijos, celebran fiestas costosas en las primeras comuniones, respiran satisfechos cuando los hijos se casan por la Iglesia, se les ve en las misas-express de los centros comerciales; todo eso es fácil. Pero no lo es que reconozcan que sus tierras son producto de un latrocinio hecho con presión violenta, con corrupción de notarios, registradores, alcaldes, militares y jueces; que contribuyen a la injusticia, al dolor y desplazamiento de los pobres. Y mientras esto sigue sucediendo, ¿para qué los ritos y las espléndidas iglesias?