Los dos filos de las palabras


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Lo que ha cargado la guerra en las palabras, deberá descargarlo la voluntad de perdón y reconciliación

Entre los disparos, las explosiones, las ráfagas de las ametralladoras y el suspiro profundo, como de último quejido de los morteros, en las tomas guerrilleras de estaciones de policía o bases militares, siempre se ha producido el fenómeno curioso de los insultos de uno y otro lado. Como si el poder destructor de las armas no fuera suficiente, guerrilleros y militares hacen uso de las palabras como otras armas de combate.

A los militares voceros del ejército para informar sobre las operaciones de su confrontación con la guerrilla hay que escucharlos con cuidado para discriminar en su lenguaje las palabras informativas y las que usan como armas.

Durante un tiempo dispararon las palabras “chusmeros”, “bandoleros”, “narcotraficantes”, “cuadrillas”, como cargas de demolición contra la identidad de sus contendores. Así ocurrió hasta que alguno de los altos mandos tuvo la sensatez de expresar que las guerras no se ganan con adjetivos.

La guerra, omnipresente en la historia de los colombianos, ha creado un subconsciente que contamina las palabras, que pervierte su original poder creador y de acercamiento en poder destructor y de discordia.

Del político se dice que tras una andanada de adjetivos y de expresiones denigrantes “acaba” con su contradictor. Es asunto de palabras, pero se siente que tienen una capacidad de destrucción moral y física.

Cuando el presidente Álvaro Uribe calificó de terroristas a periodistas que habían formulado críticas contra su gobierno, no solo utilizó un lenguaje hiperbólico, también activó un proceso dañino, como el de la granada que explota y dispersa incontables fragmentos de metralla. Sobre esos periodistas llovieron amenazas y agravios que obligaron a alguno a buscar refugio en el exterior.

Desarmar el lenguaje

Recientemente el Consejo de Estado en un fallo determinó que el uso de la palabra “terrorista” debía restringirse a “los actos y amenazas de violencia cuya finalidad es aterrorizar a la población civil”. Al definir el sentido de la palabra, el Consejo de Estado hizo algo parecido al desmonte de un arma o la desactivación de una mina. Tal es el poder de daño que puede tener una palabra.

En cita que le debo a Arturo Guerrero, el poeta alemán Federico Hölderlin escribía que “el lenguaje es el más peligroso de los dones”, por tanto ha de manejarse con el mismo cuidado que merece un arma cargada.

Lo entendió así el obispo de Fontibón, quien después de una intervención pública sobre homosexualidad tuvo que desactivar sus palabras con una gallarda rectificación pública.

Guerrero citó a Hölderlin en el prólogo del Manual para desarmar la palabra de Medios para la Paz. El grupo redactor de ese diccionario entendió que palabras inocentes (inocente: el que no hace daño) durante el largo proceso de la guerra se han cargado de metralla. Su uso, casi siempre inconsciente en la prensa, convierte al periodista en cómplice del daño. La guerra ha sembrado en nuestro lenguaje las palabras cargadas de los guerreros; por eso se hizo necesario el instrumento del diccionario para desarmar las palabras.

Lo hizo el Consejo de Estado con la palabra “terrorista”, cargada de poder destructivo por el presidente Uribe, y lo hace este diccionario para periodistas con las palabras de uso común en la información sobre el conflicto, y es urgente hacerlo hoy cuando, en vísperas del postconflicto, el lenguaje se moverá por un campo minado. Lo que ha cargado la guerra deberá desarmarlo la voluntad de perdón y de reconciliación. Para que las palabras no retengan su potencial de daño y recuperen su capacidad de creación y de acercamiento.

Cita Guerrero a Rainer María Rilke: “hay algunas palabras que, de repente, como un relámpago, descubren en lo más hondo de mi ser, una pradera de flores”.

Son las palabras que necesitaremos con urgencia para reemplazar las que nos han hecho ver a Colombia como un lodazal de odio, cuando la verdad es que más allá de la guerra puede florecer un jardín.