Las revelaciones de un falso positivo


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Víctimas de la intolerancia criminal, bajo la mirada cómplice, por lo pasiva, de la prensa nacional.

En 1990 no se hablaba todavía de los falsos positivos. Los había pero no recibían ese nombre y, sobre todo, no se hablaba de una política oficial que midió su éxito con el número de muertos. Eso ocurriría después.

En ese 9 de septiembre de 1990 ocurrió el hecho que hoy reseña Vida Nueva en la sección “Nuestros mártires” (ver pág. 36). Los detalles son sobrecogedores: una laica misionera, Hildegard María Feldmann, suiza de origen, y un catequista son asesinados por el Ejército y luego, como en cualquier falso positivo, son reportados en los boletines militares como guerrilleros, de modo que al asesinato se agregó la muerte moral.

Entre las atrocidades de la guerra se encuentra esa que en su momento no vieron los militares ni cuantos informaron sobre el hecho. La enfermera misionera y el catequista atendían enfermos en una acción humanitaria que debe ser respetada. Aún si sus pacientes hubieran sido guerrilleros heridos o enfermos, según el Protocolo Adicional de los Convenios de Ginebra de 1949: “Todos los heridos, enfermos y náufragos, hayan o no hayan tomado parte en el conflicto armado, serán respetados y protegidos; en toda circunstancia; serán tratados humanamente y recibirán, en toda la medida de lo posible y en el plazo más breve, los cuidados médicos que exija su estado. No se hará entre ellos distinción alguna que no esté basada en criterios médicos” (Protocolo adicional A 7, 1).

La letra de esos acuerdos es clara y obligatoria, incluso para el ejército nacional, puesto que se trata de un acuerdo suscrito por el gobierno nacional mediante la ley 171 de 1994.

La práctica multiplicada años después, de asesinar personas para hacerlas pasar por guerrilleros muertos en combate, además de un hecho de manifiesta cobardía, implica un nivel de deshumanización que cualquier sociedad consideraría alarmante porque constituye un grave peligro para la ciudadanía.

En efecto, desde las más altas instancia del poder estatal llegó a aceptarse la política de una guerra a muerte en que cada muerto era un trofeo que se canjeaba por dinero, beneficios o grados militares. Era el estímulo manejado por el gobierno como una de sus tácticas para combatir la acción guerrillera. En el caso de la hermana Hildegard concurrieron los elementos de engaño de un falso positivo y, entre ellos, una consideración que aparece como causa de numerosos abusos de la autoridad militar: puesto que aparecía relacionada con guerrilleros debía ser una mujer comunista y, por tanto, subversiva.

Esta satanización de una idea que combatían, no con otras ideas sino con la destrucción física, legitimó abusos y estimuló el crimen.

Esta paranoia anticomunista, tan común en los partidos de derecha y en instituciones como el ejército y la policía, fomentó la intolerancia y crímenes como el que se cometió en ese 9 de setiembre de 1990, bajo la mirada cómplice, por lo pasiva, de la misma prensa nacional.

Los titulares y el texto de las informaciones publicadas por El Espectador, de Bogotá, y Occidente, de Cali, demuestran que los lectores de esos periódicos y los oyentes de la radio que se basó en esas noticias para informar tuvieron como guía inapelable el boletín de prensa del ejército: “Perece monja extranjera que andaba con subversivos”, tituló El Espectador; “Monja extranjera entre subversivos dados de baja”, fue la información de Occidente, las dos, fieles reproducciones del comunicado del general Manuel José Bonnet, comandante de la III Brigada.

Son dos versiones que reproducen y legitiman las afirmaciones erróneas o falsas de la comunicación militar: el nombre cambiado de la enfermera misionera; las dos noticias la vinculan al grupo armado y las dos dan fe del ataque desde la casa campesina donde se encontraban la enfermera y los dos catequistas.

No hubo investigación entre los campesinos testigos; no se averiguó sobre la hermana ni sobre las demás víctimas del ejército. De haberse puesto en duda la versión del ejército, que era un deber puesto que era la fuente más interesada en mentir, se habría conocido la misión que venía cumpliendo, a lo largo de su vida, esta mujer suiza dedicada a la enfermería como la forma singular de vivir su fe; también habrían conocido el talante apostólico del campesino catequista que la acompañaba.

Fue, pues, un falso positivo que tuvo como víctimas a unos campesinos y a una mujer que vivían para servir. Que entre los pacientes atendidos por Hildegard pudo haber guerrilleros heridos o enfermos, pudo ser; nunca se comprobó, pero su deber habría sido atenderlos, como era deber del ejército proteger a la población de campesinos que en ese 9 de septiembre fueron atacados por las fuerzas del orden.