La sagrada intolerancia


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¿Las religiones predisponen para la intolerancia? Se lo pregunta uno al ver las dificultades que ofrece el diálogo con el ELN.

Las tentativas frustradas de ese diálogo, la arrogancia propia de quien cree tener toda la verdad, la incoherencia entre su doctrina de solidaridad con los pobres y perseguidos y su obstinada práctica del secuestro, ¿tienen acaso una raíz religiosa? Como se sabe es una guerrilla en la que militaron los padres Camilo Torres, José Antonio Jiménez, Domingo Laín y Manuel Pérez, sacerdotes que dejaron huella en sus filas.

¿Esta raíz religiosa sería en nuestros días la explicación de esa posición intransigente frente al proceso de paz?

La pregunta y el consiguiente esfuerzo por hallar una respuesta ponen sobre la mesa los fenómenos contemporáneos de dirigentes religiosos que son, a la vez, poderosos políticos. Que es lo que sucede en Irán, por ejemplo. Esa convivencia de lo religioso y lo político en la que el gobernante es más religioso que político, da por resultado un régimen teocrático que adopta el lenguaje y las maneras fanáticas, que lo vuelven peligroso y proclive a los abusos dictatoriales. El dictador hace del poder una religión, mezcla explosiva de lo político y lo religioso.

La historia de esas relaciones en la vida de la Iglesia explica los años oscuros de una institución que en Colombia quiso a toda costa apoyar su misión, como en un báculo, en el poder político, y que dividió a la sociedad entre buenos y malos.

Quien cree ser dueño de la verdad difícilmente accede al diálogo

De esos tiempos oscuros son expresiones como “el liberalismo está condenado en todas sus formas y grados”; “nada de conciliación entre catolicismo y liberalismo; nada de conciliación, nada de transacción: o catolicismo o liberalismo”, “si los enemigos se presentan con fusiles, harían bien los católicos en coger también fusiles”. Aunque canonizado como santo, el autor de estas frases, el obispo de Pasto, Ezequiel Moreno, constituye un claro ejemplo de intolerancia y de soberbio fanatismo, que heredaron obispos como Miguel Ángel Builes, al imponer, por ejemplo: “un juramento de defender la religión, la patria, los hogares, cueste lo que cueste, con la sangre y la vida”. Fueron expresiones exaltadas de una mentalidad maniquea que veía la sociedad en blanco y negro, de donde resultaba la actitud presuntamente ética que obligaba a los buenos a erradicar el mal, eliminando a los malos.

Era menos que un paso de distancia lo que separaba estos enunciados del ejercicio de violencia de las guerras santas y de los cruzados.

Quien cree ser dueño de la verdad difícilmente accede al diálogo. Mal puede estar dispuesto a aceptar las verdades del otro si no está dispuesto a recibir; y en un diálogo de paz nadie tiene toda la verdad, y todos deben estar dispuestos a aceptar los aportes del otro.

La combinación de lo religioso y lo político trae como consecuencia esa imposición por la fuerza de la posición político-religiosa que nunca puede coincidir con el pensamiento de Jesús en el Evangelio. La predicación de Jesús está atravesada por una crítica y rechazo del poder; algo que contradice esa historia de poder en expansión de los estados pontificios. Hubo expresión de poder en la misma simbología: ornamentos, liturgia, discursos y expresiones públicas que hicieron del pontífice, no el constructor de puentes, sino de muros defensivos contra enemigos como los que obsesionaban al santo Ezequiel Moreno y al luchador Builes.

Es esa la estructura de poder que el papa Francisco se empeña en desmontar. Sorprendió en días pasados al hablar de una sana laicidad que garantice la libertad religiosa al mundo. Decía: “un Estado debe ser laico; los estados confesionales terminan mal”. Todo lo contrario de la iglesia constantiniana que sueñan teólogos convencidos de que la fuerza de Dios y de la Iglesia es la del poder. Como dice el Papa, esa mezcla de lo político y lo religioso acaba mal. ¿Es esto lo que confunde al ELN por razón de sus genes religiosos?