La pasión de comunicar


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Dios no habla desde lo alto, sino desde nuestro lado, como lo hacía Jesús

La pasión de comunicar no es lo mismo que la pasión por la propaganda, o el talante de cruzado, siempre dispuesto a la pelea apologética.

La pasión de comunicar es la que se manifiesta en el hecho de la encarnación, la comunicación más perfecta y efectiva que ha ocurrido en la historia.

En la encarnación se acortaron las distancias entre Dios y los hombres, hubo una cercanía física y espiritual, y el Verbo de Dios fue uno de nosotros, desde que abrió su tienda como uno más entre los humanos, de modo que inició una comunicación horizontal, como el hijo de María y José. En efecto, la comunicación del Verbo exigió eso: “habitar entre nosotros”, mirar a los otros seres humanos como un “nosotros”, no como un “ellos”.

La comunicación que aspira a la eficacia y el vigor de la encarnación tiene esa exigencia: hacerse como uno de los que recibieron el mensaje.

En esta misma edición de Vida Nueva aparece un comentario al libro de monseñor Luis Augusto Castro, El caballero de la triste armadura. Leerlo y reflexionar sobre la clave de su fuerza comunicativa me resultó claro que el tono, el lenguaje, los recursos pedagógicos: historias, dichos, lenguaje sencillo, son los de quien ha abandonado el “nos” mayestático y lo ha reemplazado por el “nosotros” de quien se sienta al lado de uno en la mesa, conversa sin imponer e ilumina sin aspavientos, como la luz encendida en lo alto de la montaña, y comparte de hermano a hermano los dones del mismo Padre.

Todos los recursos de acercamiento que le dan ese estilo tan personal a los escritos de monseñor Castro logran eliminar la esterilizadora verticalidad de quien habla o escribe como autoridad inapelable. En esos textos se revela una clave para la pastoral de la palabra: no hablar como maestro o doctor de la fe sino como hermano que comparte.

Es una norma aplicable por igual a los textos escritos (pastorales, hojas parroquiales, boletines, etc.) y al discurso: homilías, sermones, retiros, clases. En una palabra, la comunicación de la Iglesia resultará más eficaz y será más comunicadora en la medida en que sea horizontal, esto es, despojada de todo talante autoritario, y llena de fraternidad. Dios no habla desde lo alto –que era la antigua percepción-, habla desde nuestro lado, como hablaba Jesús.

El habla de Jesús es la del común, pero se diferencia por el contenido; no comunica noticias ni órdenes ni doctrinas; comunica vida.

No lo esperaba de un nuncio, por eso fue sorprendente oírle decir hace 20 años al nuncio Paolo Romeo que “en esta hora difícil que está viviendo Colombia es necesaria una profunda y sincera conversión, que debe comenzar por los obispos”. El lenguaje de la Iglesia, en efecto, debe ser el de los convertidos, que mantiene las resonancias de errores que pasaron y se fueron, de debilidades y pecados que aún duelen y que está dominado por el asombro y el agradecimiento por los dones de Dios.

Esos dones aparecen no como teorías sino como hechos, porque esta es otra característica de su lenguaje: está construido sobre hechos.

Son los que recoge en su homilía el pastor que, durante la semana la ha preparado en consulta con sus feligreses, mientras buscaba las aplicaciones posibles del evangelio y de los otros textos de la Escritura seleccionados en la liturgia dominical.

Los hechos son la vida de las doctrinas y especulaciones teológicas; son los signos con que Dios escribe en la historia; y una buena predicación o carta pastoral enseñan su deletreo e interpretación.

Este tema de la comunicación en la Iglesia estuvo presente en las preocupaciones del papa Francisco, manifestadas en la Evangelii gaudium, en donde se destaca el deber ser de esa forma de comunicación: lenguaje y actitud alegres, puesto que se trata de comunicaciones para compartir una buena noticia; lenguaje universal, que no hace exclusiones y que, como en la indicación de Laudato si’, se dirige a todos los pobladores del mundo; es un lenguaje respuesta y propuesta a la vez. La buena noticia es respuesta positiva a la pregunta, a la necesidad, a la expectativa.

Finalmente el mensaje del Evangelio en sí mismo es un hecho que habla por sí mismo, que hace innecesarios los clarines de la propaganda, los gruñidos de los apologistas y el acento modoso de los proselitistas. El Evangelio habla por sí mismo.

Fueron los pensamientos que me sugirieron la lectura y el comentario del libro de monseñor Castro, en donde encontré el argumento para pensar que sí es posible un nuevo lenguaje y talante en la comunicación de la Iglesia. Que lo necesita, y con urgencia.