La Iglesia recita el “Yo pecador”


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Si uno se atiene a la historia de los años transcurridos entre 1522 y 1963, ¡440 años!, la Iglesia difícilmente pide perdón. El papa Gregorio XVI calificaba ese gesto como “absurdo y ultrajante”.

El documento en que lo afirmó, la encíclica Mirari vos (1832), es el más directo de los pronunciamientos papales contra una confesión de pecado por parte de la Iglesia, después de un texto como el de Adriano VI, que leyó ante la Dieta de Nuremberg el nuncio Francisco Chieregati: “en esta santa sede han sucedido hechos abominables. La enfermedad está profundamente enraizada y multiforme”.

Con este reconocimiento de la culpabilidad de la Iglesia en la degeneración que había denunciado Lutero, la Iglesia afirmaba su compromiso con la Reforma. Tuvieron que pasar casi 500 años para que en la Iglesia se oyera una voz como la de Francisco: “las intuiciones de Martín Lutero no eran apresuradas, era un reformador. La Iglesia no era un modelo para imitar. Había corrupción, había mundanidad, obsesión por el dinero y el poder”.

Antes, el Papa había hablado de pedir perdón por el escándalo de estar divididos. La práctica de pedir perdón se había recuperado en la Iglesia conciliar. Con Pablo VI se había roto “esa apologética que no admitía arrepentimientos” (L. Accattoli en Mea Culpa) al pedir perdón a los hermanos separados. Después, Juan Pablo II fue el Papa de las 25 peticiones de perdón que continuaría Francisco.

Comentó el teólogo Urs von Balthasar: “lo que bajo los papas medievales parecía admisible, quizás incluso obligado, analizado a partir del Evangelio y nuestra conciencia actual, resultó totalmente imperdonable, si no pecado grave”.

En esa historia de acciones reprobables de la Iglesia cuentan hechos como los tribunales de la Inquisición, las noches de San Bartolomé, la cruz impuesta por la espada en el nuevo mundo, los bandos y excomuniones para apoyar a algún rey, el apoyo a la esclavitud, las guerras de religión. Es una larga lista que han tenido en cuenta los papas de nuestra época, cuya actitud humilde explica la propuesta para que la Iglesia en Colombia pida perdón en nuestros días, marcados por la exigencia de que todos cuantos tuvieron que ver con la violencia del último medio siglo pidan perdón.

Hombres de Iglesia como los obispos Ezequiel Moreno y Miguel Ángel Builes pueden ser vistos como incitadores de los violentos. “Harían bien los católicos en coger también fusiles, porque si un pueblo puede guerrear por ciertas causas justas, mucho mejor puede hacerlo para defender su fe”, escribía el obispo de Pasto; y el de Santa Rosa urgía un juramento público para defender la religión, la patria y los hogares “cueste lo que cueste, aún la sangre y la vida”, “hasta la última gota de sangre”, porque “las izquierdas, arrastradas por el materialismo marxista, atacan a Dios”.

Esta identificación de la Iglesia con un partido político, esta obsesión por las armas, la sangre y la lucha hasta la muerte se pueden ver como una de las causas de la violencia obstinada con que en el último siglo y medio se tramitaron las diferencias políticas entre colombianos.

Será otra generación de obispos y sacerdotes que, como la de hoy, nada tuvo que ver con aquellos bárbaros excesos, la que asuma una petición de perdón. Tampoco eran responsables de la Inquisición, o de las guerras de religión Pablo VI ni Juan Pablo II; pero no se trataba de condenar ni disculpar una falta personal, sino de una institución que nunca debió abandonar su actitud de amor y misericordia para legitimar los odios, las ambiciones y las pequeñeces de los hombres. Pedir perdón es un hecho que, más allá de los sermones y las cartas pastorales, le recuperará a la institución la credibilidad y la dignidad que les perdieron hombres que no lograron entender la naturaleza de su misión.

El arzobispo de Cali, monseñor Darío de Jesús Monsalve, no lo duda: “la renovación puede empezar por un mea culpa”, dijo a Vida Nueva, y agregó: “puede empezar por recitar bien el ‘Yo pecador’”.