Equivocados con el poder


Compartir

Los primeros equivocados fueron Pilatos y los judíos que gritaban: “crucifícalo”. Para el gobernador un rey era la figura política y poderosa que desde Roma extendía su brazo largo por todo el imperio. Aún si se trataba de personajes despreciables, tenían el poder y el dinero, y eso era lo que contaba. Eso era un rey, de modo que cuando le oyó decir a este prisionero de aspecto lamentable que sí, que él era el rey de los judíos estuvo al borde de la carcajada burlona. Pero el asunto no era para risas y prefirió el sarcasmo de la tableta. Más que una risa, perduraría esa leyenda: Jesús, Rey de los judíos, allá en lo alto de la cruz. Ese era el rey que se merecía esa muchedumbre despreciable que ladraba su odio bajo el sol ardiente del medio día.

Él, el gobernador, y ellos, los judíos, no habían entendido ni podrían entender, porque no conocían el rechazo de Jesús por el poder de los reyes y su reiterado anuncio de un reino distinto.

Se equivocaron también los que, después de la crucifixión, comenzaron a esperar el regreso triunfante de su maestro. Ese era el tema de aquellos entristecidos discípulos, camino de Emaus. La ilusión de esos dos hombres y de otros que se les parecían, la heredaron generaciones que no pudieron desprenderse de la idea de un rey como los que conocían y padecían. Solo que Jesús vendría con más poder que ellos. Esa equivocada ilusión produjo otras miradas, todas con la misma marca de cetros, coronas, tronos y capas de púrpura y armiño, y toda la utilería con que unos poderosos quieren notificar que tienen poder sobre los demás.

A lo largo de los siglos de su historia la Iglesia se equivocó todas las veces en que confundió las cosas y creyó que para anunciar la buena nueva necesitaba apoyarse en su propio poder institucional o en el poder de otros. Cuántas luchas se dieron y se dan para que su doctrina, sus prácticas, su institución, tengan el respaldo del poder político y de los gobernantes.

Esa ha sido una repetida y funesta equivocación que ha dejado a un lado la novedad de la propuesta de Jesús al trastocarlo todo: el poder solo es poder cuando se vuelve servicio; el señor sólo es señor cuando se vuelve esclavo; no cuando actúa como si fuera esclavo, sino cuando se hace esclavo. El no asumió la condición humana como un disfraz o apariencia, sino que se hizo uno de nosotros; no vino a conminar, ni a presionar con amenazas, sino a proponer un reino distinto, no como imposición sino como un don que se toma o se deja.

Incapaces de entender que había entrado en la historia de los hombres una lógica nueva, y que el encarnarse el verbo, todos los verbos serían nuevos, dejaron pasar por alto que debilidad es fuerza, que pobreza es riqueza, que lo pequeño es grande y que del llanto, puede surgir el gozo y que el hambre puede ser saciedad y el poder debe ser servicio.

Para el mundo de hoy, deslumbrado por el brillo artificial de los símbolos del poder: las riquezas, los títulos, la fama, el éxito, las aclamaciones, debió ser claro que la buena nueva está redactada con otro lenguaje y otras categorías que corresponden al hecho fundamental de que Dios se manifestó en la debilidad de un hombre y en su pasión para servir a los humanos.

Este es el legado que vuelve escandalosa cualquiera lucha de poder en el Vaticano o en los lugares en donde se anuncia el evangelio de Jesús.

La resonancia mundial que han tenido las intrigas de poder en la sede papal, es un reclamo de coherencia. Con Jesús y su concepción del poder como servicio “se inauguró una nueva edad en los asuntos políticos humanos”. Aplicarle a la vida de la Iglesia los viejos criterios precristianos de poder es borrar una parte esencial del evangelio. Y es restarle credibilidad y eficiencia a las críticas del poder que papas, obispos y concilios han formulado. El mensaje político de la Iglesia será creíble en cuanto como Iglesia del amor, no ostente la imagen de una religión del poder.

Esta purificación del poder abarca también los modestos poderes individuales que se ejercen en el hogar, en el trabajo, en las relaciones personales. Todo cambia cuando el poder se convierte en servicio y cuando los ídolos en que se apoyan las seguridades personales, el dinero, el poder, el prestigio, pierden su valor, al aparecer incompatibles con el nuevo mundo y las nuevas realidades descubiertas por Jesús. VNC