Entre el bufón y el sicario


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El derecho del caricaturista termina donde comienza el derecho ajeno

Desde su  página de opinión la columnista truena: la decisión del New York Times de no publicar las caricaturas de Charlie Hebdo los hizo quedar como cobardes porque “lo más importante es mostrar a los violentos que sus amenazas son estériles” (Hernández).

Desde la página de al lado otra columnista reflexiona: “¿Se puede considerar valentía publicar las cosas más ofensivas imaginables contra grupos religiosos?” (Rueda).

Pausado y sereno The Economist apuntó en esos días: “la libertad de prensa no debe tener límites a menos que incite a la violencia”.

Fue necesaria la conmoción producida por la muerte de los 12 trabajadores de Charlie Hebdo para que el mundo de la prensa enfrentara sus contradicciones.

¿La religión fue la culpable?

La vida del escritor Salman Rushdie comenzó a ser otra cuando publicó sus Versos Satánicos y comenzó a ser un hombre perseguido a muerte por fanáticos como los que asesinaron a los caricaturistas: “la religión, escribió al comentar el 7-E,  esa forma medieval de la sinrazón, cuando se combina con armamento moderno, deviene una amenaza real contra nuestras libertades”. Pero el peligro no está tanto en las armas como en la actitud del fanático que, aun sin armas, se convierte en una amenaza  para la  sociedad.  El fanatismo es una patología de las religiones, como las barras bravas son una patología de la afición deportiva y las ludopatías lo son para los que frecuentan los juegos de azar.

Cuando esto se desconoce opera el efecto perverso que hoy sobrecoge a los franceses cuando recuerdan la persecución inclemente contra los árabes en Estados Unidos después del 11 de septiembre. Al “Yo soy Charlie” está correspondiendo el sentimiento colectivo con “el musulmán es el enemigo”.

Una cosa es ser musulmán y otra ser yihadista, esa curiosa mezcla de hombre religioso desbordado por su pasión política y por sus peores instintos de poder, que son los que explican la persecución a los cristianos y a los pequeños grupos religiosos en los países en donde el poder político se ejerce como parte del poder religioso.

¿Tiene límites la caricatura?

El otro conflicto toca directamente con la libertad de expresión del caricaturista. ¿Es  absoluta? ¿Supone límites?

Una lectora de periódico cree que sí: “no creo que la libertad de expresión deba ser un escudo para insultar o profanar una cultura”. La secundaba otra lectora: “una cosa es la irreverencia, la libertad de expresión y otra la ofensa reiterada a través del chiste” (El Espectador, cartas,  12-01-15,  p. 32).

Por tanto, ¿debería haber fronteras para el humor? No parece haberlas cuando los caricaturistas sobrevivientes de Charlie Hebdo se ríen de su propio dolor en el titular de la edición que siguió al asesinato de sus compañeros: “Urgente, se necesitan seis dibujantes”.  ¿Puede pensarse en límites para lo que es un modo de ser, un talante?

Entre los que marcharon en París para hacer homenaje a los caricaturistas muertos, muchos habrían suscrito la opinión de este columnista colombiano:  “su hiriente estilo irónico, ese modo de poner contra las cuerdas a través de la ofensa y la burla, me irritó siempre” (Gamboa).

Sin embargo, los que rechazan la imposición de límites para los caricaturistas temen que esas medidas se vuelvan contra la libertad de expresión de todos porque “todas las ideas merecen ser criticadas” (Jiménez).

A esa función pedagógica de la caricatura y el humor agregan sus defensores que “la risa es un arma esencial de la fraternidad y la democracia” (Uprimny). En cambio  el envaramiento, la rigidez y la incapacidad para reir, caracterizan al dogmático y son parte del talante del fanático. Casi de forma indiscutible, concluyen: “ sin humor y sin risa no hay vida, no hay democracia” (Uprimny).

Como los bufones, que en vez de doblar la rodilla ante el rey, saltaban, gritaban y sacudían con su risa la atmósfera solemne de la sala del trono, los caricaturistas y humoristas insisten y persisten en lo humano y en la mirada independiente y sin condiciones. Por eso se los ve como luchadores de la tolerancia. Era lo que defendía la mayoría de los que marcharon en París.